La semana pasada Daniel dijo su primera frase. "Neni agua". Dos palabras, una española y una checa de cuatro letras cada una. No podía ser mas diplomático, mi bebé. Es como si le hubieran preguntado "¿A quién quieres mas, a papá o a mamá?" y hubiera respondido: a los dos exactamente igual.
Sé que estas muestras de emoción no son muy normales en mí. Siempre he dicho que el milagro de la vida me deja bien fría. No es que sea precisamente difícil fabricar un bebé. Es mucho más fácil que, digamos, pagar una hipoteca, aprender alemán o que el bizcocho te suba correctamente.
Eso no quita, claro está, que hayamos vivido con comprensible emoción el primer año de vida de Daniel. Hicimos vídeos de sus primeros pasos y nos comportamos como animadoras sobrecafeinadas cuando empezó a comer solo: que si abro la boca a la vez que él, que si Martin acompaña con oes y aes cada vez que acierta con el agujero correcto y que si los dos aplaudimos cuando además la cuchara llega a su destino con algo de comida después de habernos tirado a la cara el resto de su contenido.
Soy la primera en reconocer que es fascinante que esa cosita rosada que hace unos meses se meaba de gusto cuando encontraba sus propias manos ahora sea capaz de usar las mismas manitas para desenchufar el ordenador de mamá. Pero hablar... eso lo vivimos como la aparición de la Virgen de Fátima y Lourdes al mismo tiempo. ¡Imagínate! ¡Una frase! ¿No es alucinante? ¡Dos palabras juntas, sujeto y predicado!
Sí, estoy emocionada. Apuntar a algo y decir que es un perro, ya es difícil. Piénsalo. Un caniche y un dálmata son los dos perros, y mientras los dibujos no ladren, el primero bien puede confundirse con una oveja. No sólo eso, sino que mi bebé identifica al perro en tres idiomas diferentes. Impresionante. Y cuando piensas que no puede ir más allá, Dani se da cuenta de que "neni" es un verbo y se puede combinar con multitud de sustantivos, y se pasea por la casa diciendo "neni agua" "neni té" y a mí se me saltan las lágrimas. ¿Será instinto maternal?
Sé que estas muestras de emoción no son muy normales en mí. Siempre he dicho que el milagro de la vida me deja bien fría. No es que sea precisamente difícil fabricar un bebé. Es mucho más fácil que, digamos, pagar una hipoteca, aprender alemán o que el bizcocho te suba correctamente.
Eso no quita, claro está, que hayamos vivido con comprensible emoción el primer año de vida de Daniel. Hicimos vídeos de sus primeros pasos y nos comportamos como animadoras sobrecafeinadas cuando empezó a comer solo: que si abro la boca a la vez que él, que si Martin acompaña con oes y aes cada vez que acierta con el agujero correcto y que si los dos aplaudimos cuando además la cuchara llega a su destino con algo de comida después de habernos tirado a la cara el resto de su contenido.
Soy la primera en reconocer que es fascinante que esa cosita rosada que hace unos meses se meaba de gusto cuando encontraba sus propias manos ahora sea capaz de usar las mismas manitas para desenchufar el ordenador de mamá. Pero hablar... eso lo vivimos como la aparición de la Virgen de Fátima y Lourdes al mismo tiempo. ¡Imagínate! ¡Una frase! ¿No es alucinante? ¡Dos palabras juntas, sujeto y predicado!
Sí, estoy emocionada. Apuntar a algo y decir que es un perro, ya es difícil. Piénsalo. Un caniche y un dálmata son los dos perros, y mientras los dibujos no ladren, el primero bien puede confundirse con una oveja. No sólo eso, sino que mi bebé identifica al perro en tres idiomas diferentes. Impresionante. Y cuando piensas que no puede ir más allá, Dani se da cuenta de que "neni" es un verbo y se puede combinar con multitud de sustantivos, y se pasea por la casa diciendo "neni agua" "neni té" y a mí se me saltan las lágrimas. ¿Será instinto maternal?
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