Nuestro
adorable, manejable y transportable bebé es ahora un tirano de medio metro que
negocia como un CEO en esteroides su ración diaria de Pocoyó... y lo cierto es
que no podíamos estar más orgullosos de él.
Me temo que nos
hemos convertido en padres. He aquí los síntomas: Donde una persona normal ve a
un pequeño cabezota montando un pollo, yo veo a un niño decidido, como el
cabezota de su padre. En una situación donde cualquiera diría que Daniel hace
lo que le da la gana, Martin hace notar lo independiente que es su hijo. Si la
criatura nos intenta engañar para que le demos chuches comentamos,
"fíjate, ¡qué astuto!". Cuando las niñas más pequeñas que él le pegan
en el parque, nosotros vemos un futuro ingeniero "los chicos grandes no
tienen motivación para hacerse listos" fueron las palabras exactas de su
padre.
Esta semana
empezamos con un sistema para enseñar a Dani a ir al baño. Es simple. Cada vez
que hace sus cosas en el orinal consigue una pegatina (de autos, claro). El
sistema funciona estupendamente. Demasiado bien. Es como si en lugar de
pegatinas le diéramos esos cromos con droga que repartían a la puerta de los
colegios. Nos lleva al orinal gritando ¡pipi petina!, nos miente, se revuelca
por el suelo y berrea porque quiere dos pegatinas en lugar de una, y el otro
día en un descuido robó el paquete entero y las pegó todas para después pasarse
la tarde observando la fechoría "un auto, dos autos, tes autos, dis
autos..." Entiendo que partirse de risa puede no ser la reacción que un
libro de sicología infantil recomendaría, pero es inevitable. Nuestro niño es
taaaaan moooono.
Como a cualquier
crío, a Daniel se le antojan cosas cuando mamá está trabajando "¡Apfel,
Apfel, Apfel!" Sólo que si no le haces caso, este niño se te sube a las
faldas y mirándote a los ojos te repite, muy despacito "Man-za-na", y
aunque mamá lo encuentre adorable sabe que tocar las narices a los no-bilingües
puede conseguirle unas tortas en el futuro.