La primera
palabra inequívoca de la pequeña traductora de bolsillo: Hallo! Léase con voz
de pitufo borracho de helio y agitando una manita tamaño chupa-chups.
A primera vista
es una monería, pero no nos engañemos, estamos ante un mecanismo de defensa. Es
un “aquí estoy, hacedme caso”. Es un “hallo! ¡Lleváis dos semanas sin darme un
baño!” “Hallo! ¿No veis que mi varita mágica es la escobilla del wáter?”
“Hallumm! ¡Yummy! He encontrado lo que pudiera o no ser un osito de gominola pegado
al aspirador” “
Estoy segura que,
si la traductora fuera el retoño número uno, no necesitaría gritar presa del
pánico si nos alejamos diez centímetros mientras duerme. “¡Qué no te vamos a
olvidar!” Le digo, pero las dos sabemos que es mentira, que en un número
preocupante de ocasiones al cabo del día me acuerdo de repente ¡La niña!
¡¿Dónde está la niña?! Y miro alrededor con el corazón acelerado para
encontrarla por fin entre mis piernas arrastrando el cable de la lámpara del
salón.
Si el consumo de
aceite de almendra es indicativo de la atención que se le da a un hijo, baste
decir que todavía tenemos el bote del paquete de muestras que te dan al salir
del hospital. De otras cremitas y ungüentos, mejor no hablamos, porque sólo le
compramos un cepillo de dientes cuando vimos que robaba el del hermano,
señalaba la pasta, protestaba hasta conseguirla, y con su año justo, se
gestionaba ella sola su higiene dental.
La pobre… cuando pienso
que el monstruito tenía el armario lleno de pijamas de algodón orgánico con
orejas de osito y esta criatura se va a la cama con un pantalón de chándal
cualquiera... casi entiendo esa obsesión por colgarse mis bragas sucias a modo de
bufanda y pararse delante del espejo. “¡Hallooo!”. No sé qué es peor, si el
hecho de que normalmente termino con el desayuno antes de lidiar con la situación, o que la
gestión de la misma se limite a quitarle las bragas sucias y darle unas
limpias.
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