Una
cosa que me pasa en Alemania y que nunca me había pasado en Chequia es sentirme
inmigrante. Léase inmigrante en el sentido de las frases siguientes, alguna de mi madre,
por cierto: “Este año, al colegio, nos vienen muchos inmigrantes” “en ese
barrio hay inmigrantes, drogadictos, prostitutas, de todo” “recogieron a
treinta inmigrantes en una patera” “los inmigrantes colapsan la sanidad”.
En mi
sana modestia nunca me he considerado una inmigrante. Siempre me he visto como
una joven profesional que se mueve libremente, como no podía ser de otro modo,
dentro de este continente nuestro que es Europa. Dicho lo cual, como cualquiera
que alguna vez haya tenido que gestionar un visado, bendigo el tratado de
Schengen y el euro como si fueran respectivamente el meñique y el índice
incorruptos de Santa Teresa.
Soy
consciente de que por mucho que quiera evitarlo, todos tenemos prejuicios que
no tienen cura. Lo único que se puede hacer es intentar no transmitirlos a
nuestros hijos para que no crezcan pensando que los chinos se dibujan con trenza, los americanos son
incultos y obesos y las checoslovacas emigran a España, y no al revés.
Además, los estereotipos cambian, y no siempre en beneficio de uno. Mi vecina me contó que viendo las noticias sobre
España su marido y ella se preguntaban si conocían algún español. Les costó un
buen rato darse cuenta de que su hijo había pasado la tarde en casa de una. Parece
ser que ya no doy el perfil.
Y no me
extraña. Inundados por las noticias de millones de españoles que se hacen un
cursillo de alemán y cruzan los Pirineos con un salchichón bajo el brazo y una
foto de Merkel en el bolsillo, huyendo de la hambruna, creo que mis vecinos en
busca de ibérico, tenían en mente a un ingeniero bajito y peludo con camiseta
blanca de Abanderado y pañuelo atado con cuatro nudos en la cabeza.
Para
empeorar las cosas, mientras que en Praga me codeaba con los americanos en
bares de “expats”, en Nuremberg visito regularmente el centro Gallego. Así que
entre los prejuicios, las noticias, y lo altos que son los alemanes, me acaban dando
arrebatos en los que me recuerdo a mi madre, esforzándome por poner el yogur y
su tapa en sus correspondientes contenedores de basura, y sacar al niño
impoluto de casa, no vayan a decir los vecinos que somos unos inmigrantes.
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