Mi
media naranja volvió hace poco de un viaje de tres semanas en San Francisco. Y
lo he echado de menos, ¡claro! Han sido veinte largos días en los que él me contaba
su visita a Universal Studios, y yo a su vez le ponía al corriente de que por
alguna razón la plancha, la cocina, la puerta del balcón y mis nervios habían
decidido hacer Kaputt todos al mismo tiempo. Que su hijo y
yo comiéramos salchichas hechas al microondas, tapados con tres mantas, mientras él estaba
catando vinos es como mínimo razón para no hablarle. Pero el caso es que ha
vuelto y yo me he vuelto loca.
Martin
y yo tenemos experiencia en separaciones. El aeropuerto de Praga ha visto incontables
besos de esos que le dan tiempo a uno de robarte la maleta, probarse tus
pantalones y devolvértela tal cual. Eindhoven ha sido testigo de un recuentro a
las tres de la mañana en el que la cama casi no lo cuenta, y recuerdo una
mañana en un hotel de Delhi en la que me fue imposible encontrar las bragas.
Pero
tengo que admitir que esta vez estaba deseando que llegara no tanto para arrancarle
la ropa como para que sacara la basura. La alegría de verle aparecer por la
puerta, no era sin alivio porque por fin podría salir sola a la calle y comprar
detergente. Si tuviera que escribir una carta de amor hoy, tendría un contenido
un poco distinto de las de hace diez años.
Le
diría, por ejemplo, que aunque la cocina sigue esperando a los señores del Ikea,
echaba de menos cómo puede improvisar una cena con un tomate y una lata de
sardinas. Le diría que ser la mano que me acerca una toalla cuando el baño está
inundado y yo intento quitarle la pistola de agua al pequeño monstruo no es ser
poca cosa. Que hacía falta en casa la voz de la cordura que explica que si uno arranca
las páginas de un libro no vuelven a crecer para compensar el ¡estate quieto,
coño!
No es
sólo por las dos manos extra que vienen con él. Cuando no está, echo de menos hablarle durante horas sobre el drama diario de los Powerpoints. Normalmente
yo le expondré complicadas relaciones personales y él volverá sobre mi primera
frase y me preguntará qué Software utilizamos, pero no se puede tener
todo. Es suficiente con que me diga que las otras madres son las taradas, yo
nunca.
Hay
lujos que sólo se adquieren con el tiempo, como poder reírse juntos de lo poco
que me funciona la depilación láser, afirmar con total honestidad que cuando me pongo a limpiar me convierto en una bruja, o poder decir en el
restaurante “pídeme lo que quieras” porque él se acuerda casi siempre de que odio
las espinacas y yo me acuerdo casi siempre de que él es alérgico a las
manzanas.
Cuando
él no está las cosas son demasiado mundanas. Me falta que mire a la pared vacía
de nuestra habitación y piense que estaría genial poner un mosaico del Golden
Gate en tonos sepia, cubrirla de fotos de montañas o pintar un fresco de un
desnudo. La ejecución me la deja a mí, eso sí. Él es un pensador.
Cuando no está me falta incluso que haga algo terriblemente idiota, como salir de casa con bañador y camisa o confundir el champú con la crema de manos, porque me encanta ver de qué modo aún más idiota resuelve la situación.
Cuando no está me falta incluso que haga algo terriblemente idiota, como salir de casa con bañador y camisa o confundir el champú con la crema de manos, porque me encanta ver de qué modo aún más idiota resuelve la situación.
Y lo que he echado de menos más que los días son esas noches, cuando la jornada ha sido un horror sin eufemismos, y es él el que pone música suave y baja la luz y decide por los dos que el vino de cocinar de euro y medio es lo bastante bueno como para servirse en copas y brindar porque cuando estamos juntos, hasta sobrevivir tiene su gracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario