¿Por qué tengo el blog medio abandonado desde principios de año? Es que desde el uno de Enero soy un poco menos especial. He dejado de ser la española casada con un checo, viviendo en Alemania y trabajando en Praga para ser la española casada... etcétera... en Núremberg. Martin y yo somos ahora una pareja de inmigrantes. Inmigrantes de libro. De esos que las pasan putas para traducir las cartas del casero y en lugar de llamar al Hausmeister se traen a unos colegas polacos para arreglar el termostato.
Ahora que estoy de nuevo en el sistema me he dado cuenta de que no estoy hecha para desafiar el orden de las cosas. La tranquilidad que le da a una el tener una tarjeta de débito, un seguro médico y un padrón alemán es tan estúpida como auténtica. Me he sorprendido a mí misma pensando en lo bonito que es darle medio sueldo al Estado para que se lo gaste en autopistas, parques y que no se mueran de hambre los perros de los punkis que beben cerveza en las aceras. De esto a votar a un partido mayoritario hay un paso.
Soy una pequeñoburguesa. A veces se me ocurre pintarme cosas en las tetas y atarme a alguna verja, algo que entiendo como absolutamente imprescindible en determinadas situaciones, pero sé que no lo haría porque en este país hace un frío del carajo y en la oficina, rellenando hojas de excel, por lo menos está una calentita.
A veces, en lo que sería la Plaza Mayor de este pueblo se reunen grupitos de gente para pedir apoyo por causas tan peregrinas como la del bautizo de los pollos de corral y la federación de escuelas de ganchillo. Me dan ternura. Es bonito el defender una causa en este sitio dónde nada necesita una defensa urgente. Te da más libertad para escoger tu batalla. Dan pena esos países en los que uno no puede pedir para los niños en Siria sin ponerse un poco en ridículo al mirar a los propios.
Lo malo es que uno se acostumbra a no indignarse. Las noticias en lengua extranjera suenan casi relajantes, así que si queremos ofendernos y quejarnos en alto, en casa ponemos las últimas de Lars Von Trier. En fin, que nos hemos convertido en unos inmigrantes. De los buenos. De esos que curran y callan, no sea que el día menos pensado los echen.
Ahora que estoy de nuevo en el sistema me he dado cuenta de que no estoy hecha para desafiar el orden de las cosas. La tranquilidad que le da a una el tener una tarjeta de débito, un seguro médico y un padrón alemán es tan estúpida como auténtica. Me he sorprendido a mí misma pensando en lo bonito que es darle medio sueldo al Estado para que se lo gaste en autopistas, parques y que no se mueran de hambre los perros de los punkis que beben cerveza en las aceras. De esto a votar a un partido mayoritario hay un paso.
Soy una pequeñoburguesa. A veces se me ocurre pintarme cosas en las tetas y atarme a alguna verja, algo que entiendo como absolutamente imprescindible en determinadas situaciones, pero sé que no lo haría porque en este país hace un frío del carajo y en la oficina, rellenando hojas de excel, por lo menos está una calentita.
A veces, en lo que sería la Plaza Mayor de este pueblo se reunen grupitos de gente para pedir apoyo por causas tan peregrinas como la del bautizo de los pollos de corral y la federación de escuelas de ganchillo. Me dan ternura. Es bonito el defender una causa en este sitio dónde nada necesita una defensa urgente. Te da más libertad para escoger tu batalla. Dan pena esos países en los que uno no puede pedir para los niños en Siria sin ponerse un poco en ridículo al mirar a los propios.
Lo malo es que uno se acostumbra a no indignarse. Las noticias en lengua extranjera suenan casi relajantes, así que si queremos ofendernos y quejarnos en alto, en casa ponemos las últimas de Lars Von Trier. En fin, que nos hemos convertido en unos inmigrantes. De los buenos. De esos que curran y callan, no sea que el día menos pensado los echen.
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