Como inmigrante
alemán, uno se pasa parte de su día a día convenciéndose de que el sitio donde
vive, pongamos Núremberg, no tiene nada que envidiarle al sitio donde nació,
pongamos Valladolid. A veces es fácil. A veces es muuuy fácil, y a veces es un
poco más complicado.
Esta mañana
salimos de casa dispuestos a cumplir con esa obligación que tienen todos los
padres por contrato de arrastrar a su retoño a un evento con carrozas, globos,
kilos de maquillaje y caramelos, en este caso, la cabalgata de carnaval. Como
buenos inmigrantes y mejores padres, mi media naranja y yo llevábamos sendos
elementos decorativos en la cabeza ("¿y no podemos llevarlo en el bolso y
ponérnoslo luego?" "no, Martin, no podemos") y el más interesado
de la familia, habiendo rechazado el traje de dálmata que él mismo eligió,
llevaba puesto el gorro del pijama. Esto supone, ya lo estoy viendo, un pequeño
drama el martes, cuando se celebre el carnaval en la guardería, pero ya
llegaremos a eso en su momento.
Lo bueno que
tiene Núremberg es que ni siquiera en eventos de este tipo la calle se llena
hasta ser insoportable. Llegar media hora antes del meollo y apañar una
discreta tercera fila es un lujo. (Núremberg 1, Valladolid 0). A la hora
prevista comenzaron a pasar las carrozas. Yo me esperaba charangas y gente
bailando una versión teutona de la samba, pero no. En su lugar había una
especie de monstruos agitando un látigo, un vagón de cerveza y música de après
ski austríaco. Bien, me dije. ¿Por qué no? No entiendo nada, pero supongo que
estoy ante un evento cultural que no sigue el patrón globalizado. Me parece
correcto. No hay necesidad de que haya un bombo en cada cabalgata.
A continuación
pasó la carroza de la asociación de herreros, con lo que supongo era el
sindicato al completo: cuatro señores de unos sesenta y cinco vestidos con
delantal y saludando a la concurrencia. Y yo, que seguía sin entender nada
pensé que es estupendo incluir a los más mayores en las fiestas populares.
Luego resultó evidente que los sexagenarios estaban muy bien representados en
todas las carrozas, incluida la carroza gay. Me costó un poco reconocerla. Un
puñado de señores con peluca repartiendo caramelos dista mucho de lo que se
entendería por "carroza gay" en las cabalgatas de donde yo vengo.
Para entonces ya
estaba concentrada en atrapar caramelos al vuelo con el casco de la bici de mi
hijo. Y en este caso quien dice caramelos dice bollos rellenos de mermelada,
bolsitas de té, entradas para un cabaret travesti y he oído que en Frankfurt
hasta alicates (!). Según avanzaba la cabalgata, se me ocurrió que los
regalitos parecían más un soborno para convencer a la gente de que se quedara.
Pasó la carroza del partido pirata, los que, hasta el día de hoy me parecían
bastante simpaticotes, con cara de estar hasta los huevos del paseíto, pasaron
unas niñas vestidas de bar coyote formal, con botas de vaquera y peluca
ochentera, pasaron unas señoras metidas en una especie de barquito individual
diciendo "ahoi", pasaron muchos gorritos con plumas, y pasaron dos
tipos vestidos de monja, que fueron lo más salado de la cabalgata. Y cerró el
evento una ambulancia y un coche de policía que mi hijo celebró como si fueran
parte del festival. No me sorprende. Y entonces nos volvimos a casa a que
Martin recogiera la medalla al mejor padre del mundo después de aguantar una
hora con Daniel en los hombros y los caramelos y demás objetos golpeándole en
la cara.
Quizá en
Valladolid hubiera sido peor, con la macarena a todo trapo, culos postizos de
plástico, y marujas dándote codazos, pero (y aquí habla la nostalgia) creo que
cuando todo el mundo está borracho este tipo de cosas se disfrutan más.
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