Hay días en que,
valorando las circunstancias, la única salida sensata parece ser la de
encerrarse en la habitación, sentarse en la cama, encoger las piernas, doblarse
sobre sí misma hasta hacerse una pelota y llorar desconsoladamente.
A veces después
de trabajar once o doce horas vuelvo a casa siendo consciente de que mi huella
en este mundo no va a medirse en la calidad de mis powerpoints y que podría no
contribuir al progreso de la humanidad desde la comodidad de mi propio hogar,
donde al menos mi familia podría valorar mi contribución al progreso de la
cena. Entonces llaman al timbre. Y es mi testigo de Jehová particular, que, no
importa cuántas veces le cierre la puerta en las narices, inaccesible al
desaliento, sigue pensando que algún día me convencerá para hacerme colega de
su amigo imaginario. Y mientras sube dos pisos de escaleras para llevar a cabo
la tarea más inútil del mundo ¿qué hace? Sonríe.
A veces mi media
naranja se olvida de recoger al peque de la guarde. Por ejemplo ayer, en su
cumpleaños. Entonces suele elaborar una historia en la que de algún modo yo
acabo teniendo la culpa. Y yo me siento culpable.
Mi madre es ese
ángel de la guarda que me plancha la ropa y luego me tortura explicándome con
detalles y recibos incluidos lo que debe hacer una buena ama de casa mientras
yo vuelvo a rumiar opciones alternativas a mi trayectoria vital que incluyen no
discutir con nadie, jamás, bajo ninguna circunstancia, qué producto de limpieza
le va mejor a la alfombra del Ikea.
Y a veces todo
sucede a la vez y entonces viene esa cosita adorable, sonriente, que todavía
huele a bebé y sin venir a cuento te abraza. Y no voy a decir que de pronto la
vida adquiere sentido, pero sí que por un momento ya no se siente una sola en
un mundo cruel y ridículo. Por un momento. Hasta que te das cuenta de que el
enano sólo estaba usando tu jersey para limpiarse los mocos.
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