Hace un
par de semanas tuvimos el verano en Alemania. Es una cosa que si no andas con
un poco de cuidado, puedes irte a España para un fin de semana largo y
perdérselo.
Para
que este evento suceda tienen que darse una serie de circunstancias que ocurren
en este país como mucho una o dos veces al año, en cualquier momento entre Mayo
y Septiembre. Tiene que lucir el sol. La temperatura tiene que subir de los
veinticinco grados, el suelo estar seco y tiene que haber un festival de
cerveza en alguna parte. Cuando se dan todas estas condiciones, lo que pasa en
Alemania es espectacular. La gente siente la necesidad de desnudarse y exponer
hasta la ingle de esa piel reluciente de blanca en cualquier parque, plaza o
terraza de Starbucks. Los niños corren completamente desnudos, protegidos del
sol por un gorrito y con crema solar suficiente como si los fueran a rebozar en
harina y echar en una sartén. Durante esos días la
jornada laboral acaba a las dos de la tarde, se mata por una cerveza fría y
está prohibido entrar en casa antes de las ocho de la tarde. Si eres
inmigrante, los fines de semana es obligatorio hacer una barbacoa. Si no lo
haces, tengo entendido que te tiran el pasaporte al grill.
Los
alemanes ya intuyen en Abril que este evento puede suceder en cualquier
momento. Es entonces cuando Aldi saca las ofertas de mantas de picnic, y la
gente se pega por ellas como si fueran gratis y además tejidas con crines de
unicornio. Se empiezan a ver sandalias con calcetines fuera de las oficinas y
jóvenes atrevidas (o turistas despistadas) se congelan los muslos en shorts. La
aplicación del Iphone que te dice el tiempo asciende a la categoría de oráculo.
En el centro montan una playa artificial con hamacas, puestos de sangría y dos
canchas de volley-playa, porque los alemanes cuando se ponen a hacer algo, lo
hacen a lo bestia. Y cuando todo está listo, esperan.
Bueno,
esperan, y esperamos, metiendo y sacando las cazadoras del armario mientras
nuestros amigos en España nos cuentan que se pueden freír huevos en el
kilómetro cero de la Puerta del sol, con el niño apuntando al cielo todos los
días y anunciando que “está guis. No hay solesiiiito” y cuando ya has perdido
toda esperanza llega el verano. Y los guiris se vuelven locos. En el caso de mi
marido eso es coger una cubitera y dos copas de vino y arrastrarme al balcón medio
en bragas. Pero he
visto cosas. En lugares públicos. He visto cosas que no se justifican hasta los
cuarenta grados y cosas que sólo se justifican en la privacidad de una sauna.
Cosas que me siento muy tentada a imitar. Me he vuelto una guiri cualquiera.
PS:
Nótese que hace dos veranos estaba deseando que llegara el buen tiempo para
poder dejar desnudo a mi hijo cuando se cagaba de pies a cabeza. ¡Cómo hemos
progresado!
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