Las
capacidades lingüísticas de nuestro pequeño experimento de integración europea
están mejorando tan rápido que me cuesta documentar el proceso.
Tenía
pensado escribir sobre el hecho de que Daniel ya es capaz de decirle a su padre
lo que quiere en checo, al menos en esas ocasiones cuando resulta obvio que el
alemán no le va a llevar a ningún sitio, pero el pequeño diccionario de bolsillo se me
ha adelantado con un combo de tres idiomas. Os cuento como se ha producido el
milagro.
El
fin de semana pasado nos fuimos en coche
de excursión. La salida de Núremberg muy a menudo te lleva a lo largo de las
vías del tren, lo cual vuelve completamente loco a mi hijo. Después de veinte
minutos de Zug! Zug! Zug! Me cansé de repetir, “sí, cariño, un tren” y opté por
ignorar al lorito y concentrarme en poner la dirección correcta en el
navegador. Entonces Daniel, preocupado seguramente porque mamá se estaba
perdiendo la vista de unas locomotoras estupendas, decidió probar otra cosa. “Ten!
Ten! Ten!” Como es natural, me entró eso que me entra cuando mi niño habla en
castellano, me transformé en la cuñada empalagosa de Mary Poppins y seguí repitiendo
“sí, cariño, un tren” con más entusiasmo que nunca, que al fin y al cabo es lo
que el pequeño manipulador quería.
Así
pasamos el viaje, entre Zug y Ten y las ocasionales contribuciones de Martin
en la lengua de Kafka. Nos alejamos de las vías y en lugar de trenes pasamos a
admirar vacas, que no tienen ruedas y desde luego no pueden compararse con un
buen vagón de mercancías, ¡dónde va a parar! “Mira, Dani, una vaquita. Muuuu,
muuuu”. Nada. A base de contar vacas Dani se durmió y papá y mamá disfrutaron
de esos minutos tan extraños y tan preciados en los que se conduce sin tener
que cantar “el señor Don Gato” cuarenta veces: “más, tata, ja? ¿Uno?”.
En fin,
el caso es que ya llegábamos a nuestro destino cuando oímos una vocecita desde
el asiento trasero. “Fuck! Fuck!”. Martin y yo nos miramos atónitos. Después
nos lanzamos esa otra mirada, la de “eso lo ha oído de ti”. Y finalmente
miramos por la ventanilla, donde, como el avispado lector ya ha adivinado, en
esos momentos aparecía un tren, o sea, un Zug, ¡un vlak, vaya!
¿Os
acordáis de cómo decía mi madre, que había que ponérselo fácil al pobrecito?
Mucho me temo que el pobrecito ha entendido, a sus dos años de edad, que es él
el que nos los va a tener que poner fácil a nosotros.
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