¡Qué bonito es
hacer cosas en familia! ¿Verdad? ¡Claro que sí! Por ejemplo, el último fin de
semana de sol del verano lo pasamos en el zoo de Praga y fue estupendo.
El viaje en
principio no tenía como objetivo que mi hijo se desfogara entre pingüinos y flamencos,
sino que lo hiciera mi marido, con sus amigos checos y la cerveza a un euro. Es
lo que tiene salir sólo con colegas del trabajo alemanes. La noche normalmente
no acaba con exhibicionismo y abuso al mobiliario urbano, y con el tiempo uno
echa de menos una juerga en condiciones.
En fin, nada que
contar sobre la salida nocturna de mi media naranja, puesto que se quedó frito
en el sofá a las once y ahí acabó todo. Por eso al día siguiente, frescos
y descansados, decidimos ir al zoo.
Justo antes de llegar, Dani, que ha salido
a su padre, se quedó dormido y Martin y yo afrontamos con estoicismo la
perspectiva de una tarde viendo ciervos mientras empujábamos a Daniel,
inconsciente en el carrito. Pero entonces... ¡el milagro! ¡La prueba de que el
universo recompensa a los buenos padres que llevan a sus niños a ver monos! ¡Un
festival de gastronomía al lado del zoo! ¡Y Daniel, insisto, como un tronco!
Sin perder un
instante nos hicimos con dos ostras, dos copas de champán y un hueco en una
mesa. Nos aseguramos que Daniel estaba a la sombra y nos gastamos todo el
dinero que teníamos en una delicattessen tras otra. Disfrutamos la propuesta
del Interconental, vieiras y biftec incluído, la mousse de té verde, y el
chocolate con sal de Lindt... Es un efecto secundario de vivir en Alemania:
pensando en lo que nos podría costar una cosa así en Núremberg no podíamos
dejar de engullir marisco estilo pelícano. Llegado el postre y con Daniel todavía dormido
rebuscamos en los bolsos las monedas suficientes para un cóctel con frutas del
bosque, menta y té helado y nos tumbamos al solete hasta que el peque se
despertó.
Satisfechos y
sonrientes, le dimos un plátano, unas galletas y un globo y nos fuimos por fin al
zoo dónde el universo demostró que siempre te da una de cal y otra de arena.
Tuvimos que recorrer dos kilómetros para encontrar la entrada y cuando al fin
lo logramos, nos obligaron a dejar el globo en una taquilla, con el
consiguiente potencial dramático que cualquiera que tenga enanos entenderá. De
puro milagro encontramos en el bolso diez coronas que habían sobrevivido al
atracón, le dijimos a Daniel ¡mira, un perrito! Y con agilidad y maestría
metimos el globo en la taquilla, la cerramos, y huimos del lugar del crimen
antes de que el pequeñajo se diera cuenta de nada. ¡Buf!
Después
visitamos todo el zoo que pudimos hasta que allá por los elefantes acabamos
agotados, y, puesto que en los chiringuitos del zoo no aceptan tarjetas, el
preparar una cena al niño empezó a ser prioritario. Así, salimos por el primer
sitio que encontramos y llegamos a casa con la llave de la taquilla todavía en
el bolsillo.
Y ahí está. En
la mesa de la cocina. Mientras me tomaba el café pensaba que podría hacer con
ella. Quizá algo poético, por el 18 cumpleaños de Daniel, “toma, en esta
taquilla del zoo de Praga dejamos una cosa hace 16 años como recuerdo de lo
bonito que fue ese día en familia. Mira a ver si sigue allí” Lo malo es que si
por un milagro llegara a pasar eso, Daniel vería la propaganda del festival de
gastronomía impresa en el globo y adivinaría que hicieron realmente sus padres
ese día “en familia”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario