martes, 17 de junio de 2014

Revoluciones de andar por casa

Ahora que decir burradas en Tweeter puede llevarte a la cárcel en España, creo que es la oportunidad perfecta para hacer un poco de revolución de salón.

Así que…¡Vamos a matar políticoooos! ¿Por qué la gente no se escandaliza cuando se pone sobre la mesa tal cosa? ¿Por qué yo misma no me inmuto? Esa es la pregunta que me fascina. La respuesta más inmediata por supuesto es que la propuesta no es seria. Por mucho que se escriba en las redes que todos los políticos deberían acabar sus días en un campo de concentración, que habría que guillotinar en plaza pública a los que roban y que hay que pagar a un becario para que meta ántrax en los sobres de Génova a nadie se le pasa por la cabeza crear un quickstarter para construir little Auschwitz en Vallecas o expoliar el museo medieval de la tortura. Son sólo ideas coloristas, probablemente inspiración de demasiadas horas de Juego de Tronos.

Pero lo mismo es cierto cuando ciertos pintorescos grupos animan a echar ácido en la cara de las mujeres libertinas ¿no? Y eso sí que me/nos escandaliza. Uno puede argumentar que la probabilidad de que un descerebrado haga caso de los segundos es más alta, sobre todo cuando las repercusiones por parte del poder son más benévolas si el objetivo del delito no es parte del poder mismo, pero la maldad de un crimen no se puede medir con estadísticas.

Imaginemos una línea. En un extremo estaría el grupo de elementos cuyo exterminio nos parecería más monstruoso. Bebés foca, premios Nobel, actores de series entrañables… en otro extremo asesinos, sicópatas, genocidas, y esa gente que te ve haciendo malabarismos con un niño y tres bolsas de la compra y aun así tiene la audacia de colársete en el ascensor. ¿Qué diferencia hay entre el primer grupo y el segundo? Se me ocurren varias cosas. Para empezar, la indefensión, o la falta de ella. Ser militar y estar armado hace comprensible el hecho de que alguien, en alguna parte, te quiera matar.

También el bien común. Si no levantamos una ceja cuando alguien se lleva por delante a un violador, es porque sin él nos sentimos todos un poco más seguros. Una vida es una vida, pero lo cierto es que se llora más el crimen si el asesinado se dedicaba a operar cachorritos, o a hacernos la declaración de la renta. Me temo que la utilidad nos acaba pesando más que la justicia, esa idea tan subjetiva de que alguien se merece lo que le pueda pasar.

Y entre otras cosas, lo lejano que el objetivo esté de nosotros y de nuestro clan. Nótese que uno objetaría menos a una matanza en Camerún que a una en Cuenca. Es natural. Nos ha llevado siglos admitir que las otras tribus tienen alma, y todavía estamos lejos de aceptar que todos los seres humanos tienen los mismos derechos que el subconjunto de humanos blancos varones heterosexuales del primer mundo.

Entonces vuelvo a la pregunta original. ¿Por qué no nos parece terrible matar políticos? ¿Es porque los vemos como seres alejados de nosotros, porque creemos que son inútiles hasta el punto de que la sociedad estaría mejor sin ellos, o es porque tienen las armas a su servicio?

Una cosa está clara, visto cómo se castiga bromear sobre el tema, deben estar aterrorizados. Quizá me equivoco al evaluar las probabilidades. Quizá los jóvenes desequilibrados de hoy en día ya no incitan a dar de palos a tu mujer, sino a lanzar granadas a tu representante electo. Si es así, a ellos les digo, hagáis lo que hagáis no toquéis a los bebé foca.

jueves, 12 de junio de 2014

Modales en la mesa

Eran las siete y media de la mañana y Martin y yo nos caíamos de sueño mientras la Pädagogin iba punto por punto por todas las competencias que nuestro hijo debe adquirir a esta edad: El niño debe ser capaz de hacer entender su voluntad, el niño debe ser capaz de negociar, el niño…. Zzzzz

Cuando estaba a punto de pedir una tercera taza de café la cosa tomó un giro más personal:
Pädagogin: Hemos observado que Daniel no es capaz de estar quieto diez minutos en la mesa. Un niño de su edad debería ser capaz
Martin y Natalia: Mhmmm
P: ¿Habéis observado lo mismo?
(He observado como mi hijo se pone mis tacones y trepa por la mesa mientras yo intento meterle la cuchara en la boca…)
N: Sí, a veces…
P: ¿Y cómo reaccionáis?
M: Pues… Intentamos dialogar.
(A veces dialogamos y mi hijo responde escupiendo en el plato)
N: La verdad es que la mayor parte de las veces no hacemos nada al respecto
M: Yo era igual de pequeño, debe ser genético
P: ¿Y qué hacían tus padres?
M: Decir que tendría problemas en la escuela, pero lo cierto es a los seis años se me pasó
P: Mmmmya… no le castigáis…
N: Bueno, el otro día, cuando se puso los espaguetis en la cabeza sí que le castigamos. Supongo que hay un límite
P: ¿Y sabe Daniel cuál es el límite?
N: Esto… ¿ponerse los espaguetis en la cabeza?
(O sacarse el pito y ponerlo sobre la mesa, como un adolescente borracho)
P: Mmmmya… Y cuando le castigáis, ¿cómo lo hacéis?
N: Le mandamos al rincón
P: ¿Cuánto tiempo?
N: Unos tres o cuatro minutos
(El tiempo justo para que mamá se sirva una copita de vino y le de unos tragos, mientras Daniel se aleja del rincón, riéndose a carcajadas)
P: Aquí les dejamos un reloj de arena. Así el niño sabe que el castigo se acaba y no se frustra
N y M: Aham
P: Deberíais comprar un reloj de arena
N y M: Ahamm
P (Suspiro): Tenemos que comportarnos como socios. El niño tiene que entender que hay una consistencia dentro y fuera de la guardería
N y M: Ahammm
P: A ver. Pongamos que estáis cenando y se pone a hacer el tonto, ¿qué le diríais?
M (ligeramente mosqueado): Le diría lo que cualquier persona con sentido común le diría, que se esté quieto, que es hora de cenar.
P: Ya, pero ¿cómo exactamente? Tenemos que usar las mismas palabras
N (mirando al cielo): Eso va a ser difícil, me temo.
M: ne-dě-lej-te to
P (suspiro): A ver… ¿hay algo que le guste, quizá unos dibujos animados, con los que poder negociar? Si no haces el tonto en la mesa, puedes ver dibujos después de cenar…
N: Sí… A no ser que esté la abuela
P: ¿Por?
N: Porque ella le deja ver dibujos mientras come. Entonces está de lo más formal, eso hay que reconocérselo. Sin reloj de arena, ni nada. ¡Martin, igual es eso lo que hacían tus padres!
P (sin palabras):…
(Silencio incómodo)
M: Uf, se nos ha hecho tardísimo. Lo siento, nos tenemos que ir
P: ¿Podemos vernos en ocho semanas, para evaluar el progreso?
M (poniéndose el abrigo): Sí, sí, claro
N (cogiendo la mochila): Siempre un placer


Somos unos padres terribles.