viernes, 30 de diciembre de 2016

Dubai

Yo quiero mucho a mis hijos. Esto me lo repetía hace dos viernes, camino del aeropuerto, cuando la perspectiva de seis horas de avión ¡sola! para dormir, leer, o apoyar la cabeza en la ventanilla, poner cara de intelectual y mirar a las nubes sin pensar absolutamente en nada, me estaba produciendo un placer de esos por los que las monjas del colegio aconsejaban confesarse.

Yo quiero mucho a mis hijos, pero después de un mes de no apoyar el culo en el sofá hasta las diez de la noche, (y eso sólo para arrastrarlo a la cama a las once), mi herramienta pedagógica favorita se había convertido en gritar más fuerte, y en ocasiones, llorar más fuerte que ellos.

Es por eso, porque los quiero y no quiero tratarlos mal, que me decidí a hacer una pequeña locura y me fui el fin de semana a visitar a una amiga en Dubai. Y me sentó estupendamente. No me acuerdo el tiempo que hacía que no viajaba (viajar de verdad) pero cuando bajé del taxi, cogí mi maleta, y me encontré en un país extraño con veinticinco grados de temperatura, un horizonte lleno de arena, y una peluquería árabe al lado de un restaurante etíope, me dio tal gusto que la taxista probablemente pensó que soy retrasada y al darme el cambio me preguntó si entiendo cómo funciona el dinero,

Al echar a andar con la maleta (pequeña, para mí sola) sentí la misma sensación de libertad de tirarte a una piscina de agua templada y dar dos o tres brazadas, la misma de dar dos o tres pasos con los pies descalzos en la playa. La misma ilusión de caminar en el aeropuerto hacia la salida donde te espera alguien que quieres, solo que esta vez daba igual que no hubiera nadie en la puerta.

El destino también me hubiera dado igual. Dubai es un sitio absurdo. Jóvenes veinteañeros se visten de gala y beben vino en hoteles en los que jamás pondrían un pie si estuvieran en Europa. Expatriadas ociosas pagan cincuenta euros para que los "hombres indios no les miren" cuando toman el sol en bikini, y uno tiene la sensación constante de disfrutar de un espejismo de lujo suspendido en una plataforma un kilómetro por encima del desierto. En esos momentos no tenía nada que objetar a todo esto. Al fin y al cabo, yo estaba viviendo mi propio espejismo en el que podía dedicar quince minutos a pintarme la raya del ojo y salir de casa sin toallitas en el bolso.

Así que de derechos humanos y cosas serias no tengo nada que decir, o nada nuevo, vaya. Un traje puede pasarse años dentro de una funda sin le entre una mota de polvo, no digamos un fin de semana. Mis amigas y yo nos paseamos por zocos y callejuelas en shorts como si estuviéramos en Ibiza, y sin que el hacerlo nos ocasionara problema alguno. Pasamos las horas disfrutando de la ciudad, sin pensar mucho en la cuestionable situación legal de los inmigrantes y las mujeres. Sin que el espejismo se rompiera un instante. Si acaso por un segundo, al encontrar un zapato rosa abandonado en el suelo, me imaginé con razón o no una historia distinta a la de una cenicienta que vuelve a casa borracha a las cinco de la mañana, y al ver las llamadas perdidas en mi móvil, me acordé de que tengo hijos. Que yo los quiero mucho, eso que quede claro.