martes, 18 de noviembre de 2014

Bebé pez y papá pez

Allá por los noventa, cuando yo era feminista, me decían mucho una cosa muy absurda: que si yo quería igualdad de verdad, por qué no protestaba para que los hombres tuvieran los hijos y las mujeres hicieran la mili. Bueno, no voy a elaborar aquí una explicación porque el tipo de hombre que cree estas cosas no es generalmente el tipo de hombre que puede leer más de dos párrafos si no están acompañando la foto de una tía en pelotas. Y no voy a desnudarme para esto.

Pero una cosa sí voy a reconocerles a los paletos que salían con la historia de la mili. Ser mujer tiene ciertas ventajas. Y ser hombre, ciertos inconvenientes.

Daniel siempre se ha llevado bien con su padre. Como en las familias más tradicionales, él es el que con más probabilidad le va a consentir subirse al tobogán más alto, meterse en la fuente del parque y jugar con el destornillador, pero además, es él el que tiene el don de la paciencia en casa, lo que significa que es él el que le cuenta más cuentos antes de irse a dormir y hace los recorridos de tren más impresionantes. Durante las vacaciones, en un momento dado a Dani le entró un ataque de papitis tan agudo que se dormía llorando si no estaba su padre para leerle un cuento. Y un día, mirando pegatinas, casi me hace llorar a mí.

-Mira, Dani, bebé pez y mamá pez
-¡No! ¡No! Bebé pez y papá pez

¿Cómo se le ocurre? Es una norma no escrita que si en un cuento, pegatina, o dibujo, tenemos un bebé con un sólo progenitor, este debe ser la madre ¿no? Normalmente no hay lugar a dudas porque el animal grande lleva una falda, un lazo rosa y un collar de perlas, pero parece que alguien se olvidó de pintarle los labios al pez. (Y no, mi hijo no ha visto Nemo, aunque sólo ahora me doy cuenta del concepto rompedor que propone).

Durante las horas siguientes, claro, vino la racionalización. ¿No querías igualdad? Pues esto es igualdad. El niño adora a su padre ¿qué hay de malo? Debería sentirme orgullosa de esa relación especial, de que mi hijo no tenga uno de esos padres a los que se les ve las noches impares antes de acostarse. Lo ridículo es que no haya más cuentos de papá y bebé. ¿No deberían los hombres quejarse de esta discriminación tan absurda? ¿No es lógico que si un hombre se esfuerza tanto como una mujer por su hijo también tenga su recompensa? ¿No debería haber más Nemos? 

Sin ejemplos en los que el padre es el protagonista que mima al bebé, nunca pasaremos de esos buenos padres de hoy en día que “ayudan” en casa, o que con suerte comparten cerca del cincuenta por ciento. (Y si lo hacen es porque son unos santos, claro, no porque sea su deber). Si sigue siendo un bicho raro, o peor, un fracasado y un inútil el padre que se queda en casa porque así le conviene a la familia, o porque así se lo puede permitir, ¿cómo podemos esperar que los padres vean lógico, y no como un favor el pedirse más de un mes de baja paternal?

Sí, yo, moderna dónde las haya, me dije a mí misma todo lo que hay que decirse, pero en el fondo la que más fuerte hablaba era esa conocida voz que insinúa que trabajo demasiado y que algo habré hecho mal para que mi hijo prefiera a otro antes que a mí. En fin, la famosa culpa materna que en Alemania tiene nombre: "Rabenmutter". Nótese que un hombre en situación análoga no dedicaría ni un segundo a culparse, mucho menos a disertar sobre ello en diez párrafos.

Pese a todos los buenos argumentos del mundo, no logré la paz conmigo misma hasta que Daniel volvió hace poco al más clásico "mamá y bebé" que yo, de forma vergonzante, me he encargado de fomentar.
-Mira, mamá pez y bebé pez
-¡Sí! Mamá pez y bebé pez
-Muy bien, amor. ¡Toma una galleta!

No me siento orgullosa. Por eso, volviendo a un punto de vista civilizado, moderno y teórico, tengo que decir que es genial encontrarse con cuentos como "Guess how much I love you?" en el que hay un conejo pequeño y un conejo grande sorprendentemente sin maquillaje ni lazos. Además es una ventaja que el libro esté en inglés, sin géneros, para que una chalada como yo no utilice bien a sabiendas la palabra “liebre”, en lugar de “conejo” cuando se lo traduce al niño.

martes, 4 de noviembre de 2014

Las cartas de amor cambian con el tiempo

Mi media naranja volvió hace poco de un viaje de tres semanas en San Francisco. Y lo he echado de menos, ¡claro! Han sido veinte largos días en los que él me contaba su visita a Universal Studios, y yo a su vez le ponía al corriente de que por alguna razón la plancha, la cocina, la puerta del balcón y mis nervios habían decidido hacer Kaputt todos al mismo tiempo. Que su hijo y yo comiéramos salchichas hechas al microondas, tapados con tres mantas, mientras él estaba catando vinos es como mínimo razón para no hablarle. Pero el caso es que ha vuelto y yo me he vuelto loca.

Martin y yo tenemos experiencia en separaciones. El aeropuerto de Praga ha visto incontables besos de esos que le dan tiempo a uno de robarte la maleta, probarse tus pantalones y devolvértela tal cual. Eindhoven ha sido testigo de un recuentro a las tres de la mañana en el que la cama casi no lo cuenta, y recuerdo una mañana en un hotel de Delhi en la que me fue imposible encontrar las bragas.

Pero tengo que admitir que esta vez estaba deseando que llegara no tanto para arrancarle la ropa como para que sacara la basura. La alegría de verle aparecer por la puerta, no era sin alivio porque por fin podría salir sola a la calle y comprar detergente. Si tuviera que escribir una carta de amor hoy, tendría un contenido un poco distinto de las de hace diez años.

Le diría, por ejemplo, que aunque la cocina sigue esperando a los señores del Ikea, echaba de menos cómo puede improvisar una cena con un tomate y una lata de sardinas. Le diría que ser la mano que me acerca una toalla cuando el baño está inundado y yo intento quitarle la pistola de agua al pequeño monstruo no es ser poca cosa. Que hacía falta en casa la voz de la cordura que explica que si uno arranca las páginas de un libro no vuelven a crecer para compensar el ¡estate quieto, coño!

No es sólo por las dos manos extra que vienen con él. Cuando no está, echo de menos hablarle durante horas sobre el drama diario de los Powerpoints. Normalmente yo le expondré complicadas relaciones personales y él volverá sobre mi primera frase y me preguntará qué Software utilizamos, pero no se puede tener todo. Es suficiente con que me diga que las otras madres son las taradas, yo nunca.

Hay lujos que sólo se adquieren con el tiempo, como poder reírse juntos de lo poco que me funciona la depilación láser, afirmar con total honestidad que cuando me pongo a limpiar me convierto en una bruja, o poder decir en el restaurante “pídeme lo que quieras” porque él se acuerda casi siempre de que odio las espinacas y yo me acuerdo casi siempre de que él es alérgico a las manzanas.

Cuando él no está las cosas son demasiado mundanas. Me falta que mire a la pared vacía de nuestra habitación y piense que estaría genial poner un mosaico del Golden Gate en tonos sepia, cubrirla de fotos de montañas o pintar un fresco de un desnudo. La ejecución me la deja a mí, eso sí. Él es un pensador.

Cuando no está me falta incluso que haga algo terriblemente idiota, como salir de casa con bañador y camisa o confundir el champú con la crema de manos, porque me encanta ver de qué modo aún más idiota resuelve la situación.

Y lo que he echado de menos más que los días son esas noches, cuando la jornada ha sido un horror sin eufemismos, y es él el que pone música suave y baja la luz y decide por los dos que el vino de cocinar de euro y medio es lo bastante bueno como para servirse en copas y brindar porque cuando estamos juntos, hasta sobrevivir tiene su gracia.