martes, 22 de septiembre de 2015

Visitas

¿Qué es más importante, el bienestar físico o el espiritual? En mi caso, esto es un poco como preguntar ¿a quién quieres más, a papá o a mamá? Papá viene a mi casa con la maleta llena de libros. Mamá viene con lentejas. Papá se preocupa de que mi sistema de audio sea "state of the art". Mamá se preocupa si el baño no está impoluto. Con papá hablamos de política, pero mamá pregunta si tengo algo para planchar. Los dos tienen sin duda la mejor de las intenciones y están deseando ayudar, pero la idea de tenerlos a la vez en casa mientras esperamos el gran evento es tan atractiva como dejar que te exfolien los pies una manada de ratas, así que no queda más remedio que decidir. No me queda más remedio, mejor dicho. Mi media naranja es lo suficientemente espabilado como para saber que cuando se trata de la familia en estos momentos lo que se espera de él es un "sí, amor" "lo que tú quieras, amor", y nada más.

Teniendo en cuenta que de momento me puedo mover, he tomado la salomónica decisión de que mi padre venga antes del día D, y mi madre después, y por ahora la cosa ha ido bien. En estas semanas de baja que tan graciosamente nos ofrece el estado alemán me he leído de cabo a rabo Anna Karenina, un premio planeta y un premio de la crítica de 1975, y estoy a punto de conocer al señor Terenci Moix. Es como una comida con entrante, postre, pan y vino para mi yo inteletual. Me lo imagino acariciándose la barriga de puro gusto. No me daba un atracón así desde... posiblemente desde que veía por la tele el libro gordo de Petete.

El baño, por otra parte, está como está, porque no se limpia solo mientras papá y yo visitamos el palacio de justicia. El volúmen de tareas mundanas que tenemos es básicamente el mismo que antes de la visita, hasta el punto en que mi media naranja hizo un amago de queja por tener que recoger él cada noche la cocina. Un amago, digo, porque él sabe que es mejor no discutir estas cosas en estos momentos, y además mi padre le cae bien. Hace poco se compraron los dos auriculares nuevos de la misma marca.

Lo malo es que la premisa de este arreglo, que yo de momento me puedo mover, empieza a hacer aguas, y por mucho que me atraiga la idea de romper las mismas en el museo de Durero o algún sitio culto, poco a poco llega el momento en el que valoraría aún más poner las piernas en alto mientras alguien se encarga de la cena. En resúmen. Le he comprado el billete de avión a mamá. Mi media naranja ha hecho un amago de protesta.

-Cariño, ¿y no podríamos retrasar el viaje de tu madre un poco? ¿Un par de semanas para estar tú y yo solos?
-No, porque alguien tiene que cuidar al pequeño monstruo si resulta que me pongo de parto justo ahora, mi madre no sabe hacer escalas, mi hermana se va de vacaciones y no la puede traer más tarde, y después de horas de negociaciones a tres bandas, no me toques las narices, que me pongo de parto ya...
-Sí mi amor. Lo que tu quieras, amor. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

Mi príncipe azul

Me considero una persona afortunada. No por nacer en la parte correcta del mundo, eso no es garantía de nada. Se puede vivir aquí y ser terriblemente desgraciado. Me siento afortunada porque por muchos errores que haya podido cometer en los más variados aspectos de mi vida (baste indicar que mi trabajo implica mayormente hacer powerpoints), hay una cosa de la que llevo estando segura más de una década, y esa es que cuando elegí con quien compartir esta vida imperfecta, escogí al candidato ideal.

No es que sea el príncipe azul que yo soñé. Es que el príncipe azul que yo tenía en mente es un pedante y un cursi y hubiéramos durado juntos dos primaveras. Sí, mi príncipe soñado te compra flores de vez en cuanto, te susurra cosas bonitas al oído, y te hace una declaración de amor cuando estás viendo la puesta de sol en el Taj Mahal. Sin llegar a tanto, sí me gustaría, claro está, que mi media naranja tuviera un detalle conmigo de vez en cuando, que nuestra lista de sms intercambiados, por ejemplo, fuera algo más romántico que "a qué hora llegas" "voy de camino" "compra leche" en bucle. Pero me conformo con ese "Miluju te" que llega de ciento en viento y sabe a gloria.

No es el principe que quería, pero es el príncipe que necesitaba. El que, confrontado con mi locura mantiene la calma, el que escucha mayormente mientras yo hablo sin parar, el que está siempre de acuerdo en todo lo que yo quiera hacer (pero trata de que él haga lo que tú quieres y entenderás lo que es darte de bruces con una pared de hormigón), el que no te abre la puerta, pero te lleva la mochila durante ese trekking infernal y no te juzga si dentro van las planchas para el pelo. (Cierto, de todos modos no creo que sepa para qué sirven). Es también el que me arrastra para empezar a ese trekking infernal, me empuja desde lo alto de una cuesta con patines, o, despreciando mi terror por las alturas, me pone un arnés y me deja sin más opción que escalar una pared vertical. Por mucho que le grite y amenace, si no fuera por él, nunca habría descubierto el paisaje increíble de los Alpes en invierno y el placer de deslizarse sobre la nieve. Nunca se me ocurrió que el príncipe azul pudiera tener ese tipo de utilidad.

Se dice que es imposible mantener una relación de pareja con quién no se admira. Yo le admiro. Le interesa el cine y la literatura, pero no siente la imperiosa necesidad de sacar a pasear a Proust. Es deportista, pero por el placer del deporte en sí. Quiero decir, que para él es mil veces más atractiva una montaña que una sala de máquinas, y para mí es mil veces más atractivo el hombre que va de vez en cuando a los Alpes que el que va todos los días al gimnasio. Ha decidido aprender a tocar la guitarra, y lo está haciendo cuando nadie (yo la primera) hubiera apostado por el éxito de tal empresa. No admitiré que es más inteligente que yo, pero el hecho es que me suele ganar en juegos de lógica. Y sí, se acuesta a las dos de la mañana para jugar al Celtic Heroes, pero ¿qué clase de persona odiosa sería si no tuviera una debilidad?

Mi media naranja no sólo es una reserva de material genético de calidad y diverso al mío propio, sino que además una vez dicho material ha sido recombinado en forma de niño trilingüe, es un padre, no vamos a decir ejemplar, pero digamos que no me preocupa que nuestro pequeño monstruo crezca teniéndole a él como modelo. Le empuja desde lo alto de una cuesta con la bicicleta, le lleva a escalar, le enseña a ponerse los esquíes y juegan a salpicarse en las fuentes. Y Dani está encantado. Pero además puedo decir que es una buena persona. Su sentido de la moralidad es ligeramente autista, por supuesto, algo así como "no me ofendo, no ofendo". Pero eso ha resultado ser una máxima bastante razonable para la mayor parte de las problemáticas de carácter ético del día a día.

Sí, le doy las gracias al universo porque una persona como él se cruzó conmigo en el momento justo. Sólo, querido universo, sí que hay un detallito. Una tontería. Una minucia. ¿Sería posible que dejara de encontrarme los calcetines sucios de mi príncipe azul cada mañana en el sofá del salón?

martes, 1 de septiembre de 2015

Se acerca el día D

Este embarazo está a punto de acabarse, y lo cierto es que me da penita, porque no creo que vuelva a meterme en una de estas. No habrá más ocasiones de plantarse con las manos en la barriga enfrente de un adolescente ensimismado en el metro, no más comportarse como una loca y echarle la culpa a las hormonas y no más servirse las tres últimas porciones de helado y mirar desafiante a mi media naranja (atrevete, atrevete a decir algo). Voy a agradecer, claro está, poder volver a cortarme yo misma las uñas de los pies, tumbarme boca abajo y dar vueltas en la cama sin bufar, resoplar y sentir como si estuviera cambiando de posición a un bebé ballena, pero lo cierto es que no me puedo quejar. Quitando cuatro Kleinlichkeiten me encuentro fenomenal.

Aquí puede que hablen las hormonas y no yo, pero incluso me hace mucha ilusión la nueva incorporación al equipo trilingüe. La memoria hace cosas muy extrañas en la cabeza de una embarazada y resulta que apenas me acuerdo de las noches sin dormir, el drama de olvidarse la ropa de recambio, y ese estrés contínuo de los padres primerizos porque el bebé hace cosas imprevistas cada día como echar una caquita verde o tener la cabeza irregular, o de pronto subirle la fiebre a 37. Al guardar la ropita en el armario me viene algún flashback. Mmmm, ¿no le llevamos envuelto en esta manta al hospital esa noche que no paraba de llorar y la abuela decía que le diéramos té y al final desesperados e histéricos (el estado natural de un padre primerizo) nos fuimos a urgencias dónde la criatura le cagó toda la consulta al médico y se durmió como un bendito? Pues sí, no sé por qué nos hemos quedado con ganas de más.

Con todo, hemos tenido mucha suerte. He visto a gente desesperada, biberón en mano, porque el niño no coge la teta, o no duerme más de una hora seguida. Mi pequeño experimento europeo le cogió el gusto a la teta y a dormir con apenas dos días de vida. Y así sigue. Y sí, estoy convencida que esto, como lo de pasar un embarazo estupendo es mayormente una cuestión de suerte.

Pero querida amiga que te has pasado el embarazo vomitando y la crianza alternando la mastitis con el sacaleches, antes de que decidas odiarme por siempre, tienes que saber que el universo sólo me compensa por la que me hizo pasar el (los) días del parto. Mi parto fue una pesadilla tal que voy a recomendar a esa amiga que me está leyendo y pensando en tener hijos que salte directamente al siguiente párrafo. Así por dar un par de apuntes, nos pasamos casi veinticuatro horas en la sala de partos. De las últimas horas tengo recuerdos sueltos: yo gritando porque no venía el anestesista con la epidural, probando posturas a ver si la criatura giraba y salía de una puñetera vez, los 120 minutos gloriosos en que estuve bajo el efecto de la anestesia en medio de horas y horas de dolor, y el recuerdo de firmar finalmente la autorización en checo para la cesárea con la mano izquierda y sin gafas.

¿Podía haber influído yo las cosas de algún modo? No lo creo. El hospital en el que di a luz tiene un porcentaje bastante bajo de cesáreas. No creo que me la recomendaran por terminar el turno temprano. Por mucho que algún retrasado me pregunte si "voy a escoger cesárea otra vez", sé que es aún más idiota sentirse frustrada, o peor, culpable.

Pero eso no evita, claro, esa sensación que yo describo como "no quiero morir" y que me impulsa a dejar arreglados y visibles los papeles del banco. Mi media naranja, el ingeniero, gestiona la situación como él mejor sabe. Diciéndome que las estadísticas están de mi parte, y que si quiero busca los números exactos. Lo curioso es que sí que me alivia, porque aunque demuestre tener la empatía de un arbusto, me gusta que un argumento esté respaldado por números. Ese "va a salir todo bien" sin justificar me trae a la memoria películas dónde uno siente la tentación de gritar al protagonista "¡Qué no! ¿No ves que no va a salir bien? ¡No lo hagas!". Y en este caso ya no cabe la posibilidad de no hacerlo.

Así que ahí estoy yo, pensando en positivo, abrazando a mi hijo de un modo que si fuera un poco mayor me diría "¡quita, mamá, estás fatal!", absoluta y completamente cagada de miedo, y el seguro, con la misma sensibilidad que mi media naranja, me envía un folleto para la donación de órganos.

Igual sí tenía que haberme apuntado al yoga.