jueves, 12 de octubre de 2017

Mis hijos y su equipaje

Imagina que el vocabulario, la gramática, y la pronunciación de una lengua fuese algo físico que tuviéramos que llevar como quien lleva un equipaje. Yo, por ejemplo, llevaría conmigo una maleta de las grandes con mi español, una mochila de las de montaña con mi inglés, un bolso de mano con mi alemán, una riñonera con mi checo y un monedero con algo de francés.

La mayoría de los niños nacerían con un bolso que van llenando con todas las palabras que encuentran por ahí. En la tele, en el parque, tiradas por la cocina, en casa de algún amigo... ¡todo dentro! Juntando y acumulando hasta que al cabo de un tiempo pueden cambiar su bolso por una maletita, y llevarla orgullosos a la guardería.

A mis hijos, los pobres, nada más nacer les hemos dado tres bolsos, y han tenido que ir aprendiendo a organizar donde corresponde lo que les da cada persona. Tan pronto viene una abuela con sus párečky que hay que meter en el bolso de checo, como viene la otra con su salchichón, y aunque a primera vista es la misma cosa, hay que colocarla en un sitio distinto. Así, con los años, en lugar de acabar con todo bien dispuesto en una maletita, mis hijos van por ahí arrastrando mochilas y bolsas y a menudo tienen que pararse un momento a sacar y meter cosas hasta que encuentran la que quieren. Me duele la, el... ¿bauch? ¿břicho? ¿belly? ¡Barriga!

Al principio esto es divertido. Sacar las cosas checas en casa de los abuelos españoles y enseñarles qué pinta tiene una kráva, coger los zapatos en lugar de los Schuhe cuando te apetece, volver loco a papá jugando al veo-veo, y conquistar a camareros de media Europa pidiendo zumo en tres idiomas. Pero después de varios años de tratar las palabras como si fueran bloques de Lego con los que jugar estamos empezando a lidiar con los problemas de los niños trilingües.

Por ejemplo, una cosa que a veces les pasa es que si llevan mucho tiempo utilizando una mochila, les cuesta encontrar las cosas que tienen en otra. Es algo que entiendo bien cada vez que voy de compras en Chequia, pregunto si tienen otra talla en una mezcla de alemán-pobre y checo-triste, y parezco idiota.

Otro problema que uno se puede imaginar es que aunque mis hijos han acumulado un montón de términos y expresiones, están todas repartidas en sus bolsas, y cuando llegan a la escuela y tienen que dejar sus mochilas de español y checo en la entrada, no pueden competir con el equipaje de otros niños. ¿Floh? ¿Kopfsalat? ¿Fußballweltmeisterschaften? Esas cosas no las han oído nunca.

Mis hijos, por supuesto, no están solos en esta tesitura. Y la escuela ha decidido que la mejor manera de gestionar la situación es juntar a todos los niños que necesitan llenar sus mochilas de alemán en un grupo aparte. Eso me pone muy nerviosa. ¿De dónde se supone que van a recoger estos niños la gramática y el vocabulario que les falta? Me parece que si sacan todo lo que llevan encima y lo ponen encima de la mesa, aparecerán muchas Blumen, pero ningún Sträucher, y muchos Insekten, pero ningún Heuschrecke, mientras que estando en el grupo normal, nadie tiene que recordar a los niños que compartan tanto lápices como vocablos.

Otra cosa que nos han recomendado es que en casa hablemos y leamos en alemán. No sé qué se piensa la profesora que tengo en mi modesto bolsito de mano que le pueda servir a mi hijo. Desde luego, por más que busco, la correcta declinación de los adjetivos no aparece por ninguna parte. Sé que la puse por ahí, pero cuando la necesito nunca la encuentro. La profesora también me ha recordado las bondades de dar ejemplo con la lectura. No he podido dejar de responder que raramente estoy a más de un metro de un libro, y que además leo libros a mis hijos todas las noches, y con gusto, poniéndoles diferentes voces a los personajes. La lectura en alemán, ha puntualizado. Al parecer tengo que cambiar mi rutina nocturna, que todos disfrutamos, por el enunciado a trompicones de un texto que me es ajeno. Todavía me acuerdo de cuando eran pequeños y se enfadaban si intentaba leerles un libro en checo. Esas no son tus palabras, mamá, parecían decirme. No son tontos, mis hijos, no.

Me gustaría continuar diciendo que pese a todo sigo estando feliz de darles a mis hijos la oportunidad de hablar varias lenguas. Que Internet, así en general, parece estar de acuerdo en que es una buena idea, y que cuando crezcan me lo agradecerán, pero la verdad es que estoy empezando a sentirme terriblemente culpable. Lo que pensábamos que sería una "ventaja" se ha convertido en un "problema" y aquí estoy, buscando una logopeda, alguna actividad donde mi hijo pueda practicar el alemán, libros de primeras lecturas, juegos de letras... y ese es tiempo que mis hijos no están practicando matemáticas, tocando instrumentos o jugando al ajedrez. Me da miedo que leer pase de ser un juego a convertirse en una obligación penosa y nunca lleguen a apreciar el lenguaje como lo hace, por ejemplo, su madre, y sobre todo, me preocupa que sean considerados alumnos mediocres, cuando lo único que "de momento" es mediocre es su alemán.

Me gustaría explicarle eso a la profesora. Que mis hijos no son tontos, pero necesitan tiempo para llenar sus mochilas. Quizá tres veces más tiempo que otros. Necesitan jugar con instrumentos para aprender qué es un Geige, y jugar al ajedrez para aprender los nombres de las piezas y desde luego no puedo pedirles que guarden en un armario el español porque no quiero privarles de la oportunidad de aprender palabras tan bonitas como mandil, que sólo les puede regalar su abuela. Me gustaría explicarle a la profesora que entiendo que no es "su tarea" solucionar "el problema" de mis hijos con el alemán, pero quizá si dejáramos de verlo como un problema y entendiéramos que los que tienen una tarea son mis hijos, que tienen que ir recogiendo lo que los demás les ofrecemos, y que eso, simplemente lleva tiempo, se nos ocurriría cómo podemos ayudarles de la mejor manera.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Y de repente, un cumpleaños

La pequeña traductora de bolsillo vuelve a cumplir años en medio del desconcierto de su familia.
Hemos estado tan ocupados con los primeros días de colegio del monstruito trilingüe, que ¡casi nos habíamos olvidado de ella!

Menos mal que ya somos unos padres experimentados y podemos improvisar una fiesta de cumpleaños en el tiempo que una soltera necesita para plancharse el pelo. Y que sepas cuando leas esto de mayor, que nos salen mucho mejor que las que le organizamos a tu hermano. Las tartas que hacemos ya no huelen a bizcocho ahumado, y hemos aprendido que poner un bol de gominolas en la mesa quizá no sea lo más prudente para una fiesta infantil.

Además, yo no sé si es por la falta de intromisión por nuestra parte, pero la traductora es la niña más feliz que he visto nunca. Su día a día consiste en hacer lo que le da la gana, sea subirse a taconear en la mesa del salón, compincharse con su hermano para robar chocolate, o tirar cosas a la bañera mientras se ducha su madre. Tiene acceso a todos los juguetes del monstruito, con sus piezas tragables e inhalables, su medio favorito de transporte es colgarse como un mono a la cadera de alguien, duerme cómo y dónde quiere, mayormente encima de mí, y se pone la ropa que le apetece. Y si por azar alguien se atreve a contradecirla, se enfrenta a la furia de una valquiria en diminuto, con un chorro de voz que ya lo quisieran fichar en la ópera de Praga.

Tampoco se puede decir que le falte calor humano. Mi hija tiene muy claro dónde está su manada y la sigue sin perder el paso. A veces pregunto "¿Dónde está la niña?" y tras mirar a un lado y al otro en estado de pánico, bajo la vista y la encuentro a mis pies, sonriendo como siempre. Las dos nos hemos acostumbrado a que cualquier tarea, desde cocinar hasta ir al baño tiene que llevarse a cabo con ella de testigo, y puesto que no me dedico a soldar tuberías cuando estoy en casa, la cosa más o menos funciona.

Y es que el ser invisible tiene sus ventajas. Hace poco discutíamos si el monstruito podía o no podía comerse un helado y en el tiempo en que llegamos a una conclusión, la pequeña se había acomodado en el regazo de la abuela y comido la tarrina entera. Lo cierto es que es muy muy raro que una regañina le caiga a ella. Tiene la habilidad de un ninja para cometer travesuras y cuando descubrimos que alguien ha puesto plastilina en el cajón de los cubiertos, o metido las cosas de mamá en la secadora el hermano mayor siempre nos queda más a mano.

Para los regalos de cumpleaños me han preguntado qué juguetes le gustan y qué talla tiene, y he tenido problemas para responder. Le gusta cualquier cosa que tenga su hermano y en el armario tiene bodies heredados de cinco o seis tallas differentes, que más sueltos o más apretados, tienen un pase. Total, luego ya la vestirá su padre con dos camisetas, un pantalón, un vestido, unos leotardos y unos calcetines. Demasiado tarde se me ocurre que quizá el regalo perfecto fueran unas zapatillas de esas que hacen ruido cuando andas. Algo así que anuncie "estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí". No van a recordarnos el cumpleaños, pero por lo menos una sabe que si va andando por la calle y se da cuenta de que no oye ningún ruido, es que se ha dejado a la niña en el supermercado, en el coche, o en la guardería. Y eso es dinero bien invertido.