miércoles, 24 de febrero de 2016

Un post muy largo y muy personal

Mirando a mi hija me he quedado pensando que, ya que no se nos permite vivir varias veces, la naturaleza podía por lo menos dotarnos con la capacidad de entender, cuando somos adolescentes, lo que hay de verdad en los consejos que nos dan los que han vivido más que nosotros.

Es imposible, claro. Eso es lo que pensaba. Que algún día mi niña adorable tendrá dieciséis y cualquier consejo que le pueda dar será en el mejor de los casos ignorado, en el peor, utilizado para hacer justo lo contrario porque "mi madre no me entiende, tía" y "se ha quedado en el año dos mil y los tiempos han cambiado... tía (o Kumpelin, o lo que quiera que se llamen una a otra las crías en el país donde resida dentro de dieciséis años)"

Es verdad, que ni soy una experta en parejas, ni sé nada del año 2032, pero la evolución es un proceso lento, uno puede estar bastante seguro de que hay cuatro cosillas que no van a cambiar rápidamente. Por ejemplo los hombres.

No me gustaría caer en lo que fue el grueso de la educación sexual en mi generación. "Los hombres son unos cerdos. No te quedes embarazada". Eso es como decirle a alguien que se va de viaje a un país exótico y en su cabeza no ve más que el Taj Mahal que el destino es un foco de infecciones lleno de criminales. Uno debería apuntar a ese punto medio perfecto donde se disfruta de un país absolutamente increíble sin seguir ciegamente al primero que que propone ir a visitar una fábrica de artesanía local.

Por si sirve de algo, esto es lo que he aprendido.

Para empezar, las abuelas suelen decir "que te quiera, hija, que te quiera" y tienen razón. Es lo mínimo que se puede pedir.

Lo malo es que todo el mundo miente. Aunque no querrás oirlo, habrá quién te haga daño, Saber quién y cuándo lleva en general años y años de práctica. En cualquier caso, más de dieciséis. ¿Mi consejo? No te fíes sólamente de tu propia intuición. Escucha a tus amigas, a la gente que te quiere. Hay personas con una sensibilidad especial para detectar cabritos. Yo tengo una amiga que es mi brújula personal. Un "este me da mal rollo" viniendo de ella me hace disparar todas las alarmas.

La gente no cambia. Bueno, sí. Pero en situaciones muy excepcionales, en casos de vida o muerte, o cuando no le queda otra opción. Si te enamoras de un chico tacaño, lo más probable es que algún día te encuentres en la cola del súper teniendo una discusión porque te has dejado los cupones para los pañales en casa. Cuando te casas con un chico desordenado (de esto sé yo mucho), firmas que tu hogar, nunca, jamás, se parecerá a los de los catálogos de muebles, y si tu novio es del tipo diamante en bruto, no importa cuanto lo pulas, algún día, en alguna cena con amigos del club de teatro preguntará si alguien ha visto Transformers 7. Todo el mundo tiene defectos, pero piensa que ese despistado adorable se transformará en esa cruz de hombre la primera vez que se olvide de recoger al niño de la guarde. ¿El tuyo no tiene defectos? Pregunta porqué lo dejó con su última novia.

El dinero no importa. Es verdad. A los veinte no tiene ninguna importancia. ¿Sabes por qué? Porque todos vosotros tenéis la posibilidad (unos más que otros, eso también es cierto) de acabar siendo millonarios. Después empieza a importar un poco más. A partir de los treinta deberías evitar siempre estar con alguien que tenga serios problemas en su vida profesional. No me refiero a ese ingeniero electrónico que está harto de programar en Java y preferiría encontrar un puesto de integrador. No hablo de ese músico que gane una mierda o no, está satisfecho con su trabajo y no lo cambiaría por nada. Me refiero a gente que va dando tumbos de un trabajo a otro sin ton ni son, a supuestos escritores con más ego que publicaciones, a gente que directamente evita el trabajo como la peste. ¿Que puede que el día de mañana sean los que manden a Google a la quiebra? Sí, pero es improbable. Muy improbable. ¿Sabes lo que es más probable? Que acabes siendo la muleta financiera y psicológica de un hombre frustrado que en el peor de los casos te echará en cara tus propios éxitos.

Cuando los padres indios le buscan una pareja a sus retoños se aseguran de que tengan la misma edad, los mismos estudios, religión, que sean del mismo estrato social y hasta que tengan el mismo apellido. Y funciona. No puedo dar fe de las ventajas del arreglo, pero sí de los inconvenientes de liarte con alguien diferente a tí, empezando por el hecho de no poder hacer chistes sobre Oliver y Benji. Es como mudarte a otro país. Al principio es divertido, interesante y exótico, pero puede que a la semana te hayas cansado de comer goulash y aprender declinaciones. Siempre me he alegrado mucho de que en otras cuestiones como edad, estudios, y religión, mi media naranja y yo vayamos a la par. Suficiente tengo con explicarle que cuando mi hijo grita ¡Jamás! no está invocando una organización terrorista, sólo me faltaba que mi marido formara parte de dicha organización.

Hablando de padres indios, éstos saben bien que cuando te casas con alguien, te casas también con su familia. No digo que rechaces a un candidato porque su madre es una bruja. Pero piensa que es muy probable que tengas que pasar una cantidad de tiempo más que considerable con dicha bruja. Ignorarlo es como taparte los ojos para no ver que un mono rabioso te está royendo los calcetines.

Ahora, resulta que has encontrado un candidato ideal. Un hombre trabajador, con defectos soportables, al que se puede llevar a cenas con amigos y además resulta que está huérfano. Puedes hablar horas con él, te hace reír y te adora. Pero físicamente no te atrae ni mucho ni poco. ¿Lo aceptamos? ¡No! Estamos buscando una pareja, no un compañero de piso. Si acurrucarte con él, aunque sea para ver una película, no te despierta mariposas en el estómago, no nos vale. No hay ramos de flores en el mundo, ni habilidades manuales que puedan compensar la falta de ese sentimiento.

¿Encontrar tu media naranja te parece una tarea imposible? No me extraña, es una idiotez. La media naranja no existe. Hay un pequeño porcentaje de hombres en el mundo con los que puedes ser feliz. O visto de otra manera, que hay muchos peces en el mar. Una vez que escoges al tuyo, hace falta mucho tiempo y trabajo hasta que pasa de ser un atractivo besugo a convertirse en el amor de tu vida.

Me imagino que eso choca con tu idea del amor a los dieciséis. Déjame adivinar. Empieza con una mirada a los ojos, con la que ya sabréis que estáis hechos el uno para el otro, continúa con días de dicha indescriptible, sobrevive diversos dramas con reconciliaciones tan llenas de lágrimas y mocos que podrían infectar un pequeño país como Luxemburgo, y si no acaba por tu propia voluntad sabes que jamás, nunca, encontrarás un amor igual. Bien, cuando quieras eso lee a Jane Austen. Empápate bien de drama. Y después, sal a por tequilas. Repite conmigo "No quiero dramas". Si eliges a un hombre que llora o grita porque te olvidas de llamarle un fin de semana, no creo que la relación sobreviva el día en que te olvides la bolsa de pañales y necesite sangre fría para improvisar algo con una camiseta.

Ahora que sabes todo lo que yo sé no te queda más remedio que salir ahí fuera y meter la pata todas las veces que haga falta, enamorarte de imbéciles y exponerte a que te rompan el corazón. Me encantaría ahorrarte todo eso pero aunque pudiera, no te haría ningún favor. Es como si te llevara en un jet privado a las puertas del Taj Mahal. Ésto igual me lo tienes que recordar tú, dentro de dieciséis años, cuando me toque pasar las noches en vela pensando que una de estas aventuras te pueden robar el pasaporte.

Ya lo estoy oyendo "tía, mi madre piensa que la gente todavía necesita pasaporte para viajar".

lunes, 15 de febrero de 2016

Cursillos

Cuando nació el diccionario trilingüe y disfrutaba de mi generosa baja centroeuropea el único cursillo que hice fue un intensivo de alemán, que era lo que más necesitaba en ese momento para entender por lo menos el correo que nos llega al buzón (mira que mandan cartas estos alemanes) y que mi media naranja acumulaba sin leer en la mesilla del hall "necesitamos datos para renovar su tarjeta sanitaria" "le recordamos que todavía no nos ha mandado sus datos" "su tarjeta sanitaria va a caducar" "puede tirar su tarjeta sanitaria a la basura" "Looove, ¿tu tarjeta sanitaria está bien? Me han dicho en el hospital que la mía no funciona".

Ahora, con la traductora de bolsillo resulta que la guardería del Bildungszentrum a quién debo todo mi conocimiento de alemán ya no acepta niños menores de un año. Peeero, cuando Núremberg te cierra una puerta te abre una ventana, y resulta que todo este tiempo, al ladito de mi casa, se han venido haciendo cursos de masage con bebés, yoga con bebés, gimnasia con bebés, natación con bebés... Sí, me he vuelto loca y me he apuntado a un poco de todo.

En el curso de masaje con bebés sólo hay madres primerizas, sospecho que porque todo el conocimiento que vamos a adquirir se puede resumir en un folio por las dos caras. Se nota primero en las expectativas. Las mamás primerizas esperan que el masage va a tranquilizar a los cachorritos, va a quitarles los gases, van a dormir mejor... Yo veo la clase como una excusa estupenda para quitarme el pijama los miércoles y pasar un ratito agradable las dos oyendo todo lo que hay que saber sobre el aceite de jojoba. Los otros bebés son todos más jóvenes que la mía, porque una madre primeriza se apunta a los cursos el día siguiente al parto, pero son enormes y lustrosos. No voy a hacer un comentario sobre los genes alemanes y meterme en arenas pantanosas, pero lo cierto es que me sorprendió. Pregunté a la chica que estaba a mi lado, "¿cuánto pesó el tuyo?" y me respondió "pesó tres kilos ochocientos veinte, midió cincuenta y seis centímetros, y la circunferencia de la cabeza fue de treinta y cuatro coma cinco" "y es el primero, ¿verdad?" "verdad".
A veces la profesora hace preguntas, y aquí uno observa también alguna diferencia. "el mío tiene once semanas" "la mía nueve" "el mío quince" y yo "la mía cuatro meses" y la profe, "o sea, dieciseis semanas" "Sí, por ejemplo", ¡qué más da! "Yo lo baño con leche materna y una cucharada de aceite, yo solo con agua,  yo solo con leche, ¿yo? Yo con agua y jabón, pero ya entiendo porqué todas las sacaleches de la farmacia están alquiladas". Lo importante es que a mi futura intérprete de la ONU le encanta el tema. Se pasa el masaje retorciéndose en pelotas sobre la colchoneta y riéndose como una loca. Muy buena inversión.

Luego estoy en el curso de Rückbildung, o de Beckenbodengymnastics, que debe ser lo mismo o igual no. Hubo una larga disquisición el primer día de clase sobre el tema que no escuché porque 1) me importaba un comino y 2) estaba disfrutando por primera vez del uso en exclusiva de mis dos manos y mis dos pies. Por eso me apunté a este curso en concreto "sin niños" "ohne Baby" decía la descripción, cosa casi surrealista en Alemania. "¡Ah!, ¡pues en mi curso me puedo llevar al niño!", me decía una amiga primeriza, y yo "no, no, no me entiendes" "¡que no quiero llevármela! ¡Que esta hora y media es para mí! ¡Para mí sola!".

Y es que en este curso es importante concentrarse, a juzgar por los diez minutos de charla que le dedicó la profe a una participante que no habla mucho alemán. Que quizá no fuera capaz de seguir el curso, que ella no tenía tiempo de traducirlo todo, que a ver como iba la cosa... Yo no podía dejar de pensar que en ese tiempo podía haberle explicado todo lo que hay que saber. Porque está muy bien dibujar los músculos pélvicos en el suelo con gomitas azules, es estupendo ponernos en círculo a palpar donde acaba el hueso de la pelvis (sí, ahí mismito) y la caracola que se trae para poner en el centro de la sala sin motivo aparente es muy agradable, pero una vez en materia, es fácil coger el tranquillo a la cosa, sobre todo cuando los ejercicios van acompañados de descripciones pintorescas como que imaginemos que tenemos un pincel en el culo o que atrapamos moscas con... Claro que, mi alemán tampoco es para tirar cohetes, y puede que nos esté diciendo algo totalmente distinto, pero de cualquier modo me lo paso bien. Además me gusta porque todas las chicas de la sala están más o menos como estoy yo. Vamos, que a mi salud mental sólo le falta que me ponga a dar saltos enfrente de un espejo al lado de una tipa que pese diez kilos menos que yo y tenga un mínimo de coordinación.

Así, motivada por estos pequeños éxitos, me he apuntado a otro cursillito en Abril. El único problema es que el poco vocabulario que estoy aprendiendo no parece tener mucho uso fuera del aula. Pero si algún día me encuentro en medio de una conversación sobre el aceite de almendra, o el suelo pélvico de alguien, estoy más que preparada.

jueves, 4 de febrero de 2016

Carnavales

Mi marido está disfrutando los últimos coletazos de su baja paternal (parte 1). Esto significa pasar tiempo con su hija en brazos mientras ve series en Netflix o juega con la tablet y ocasionalmente hace la cama. Nada que objetar.

El caso es que estaba yo esta mañana sentada en la cocina buscando en Internet un disfraz para mi hijo. Quiere ir de gatito, y una se puede imaginar qué aparece en Internet cuando se teclea "Katze Köstum". En ese momento entra mi maridito con la nena y me pregunta "¿qué haces?" "Buscar un disfraz de gato", le respondo. "¿Para ti?" Me dice, agradablemente sorprendido, mirando la pantalla. ¿En qué circunstancias, querido mío, para qué evento, necesitaría yo ahora mismo vestirme de gatita golfa? "No, cariño, para tu hijo", respondo, enseñándole un disfraz que había preseleccionado. "Uf, ¡pero ese es muy aburrido! ¡Déjame a mí! ¡Coge a la niña!".

Así que le dejo el ordenador, me cuelgo a la enana cual canguro, y como a los cinco minutos se queda dormida como un tronco, me pongo a preparar la comida. "¡Mira! ¡De gato con botas! Mucho más original" "Cariño, ese disfraz cuesta treinta euros y no tiene orejas ni rabo. A tu hijo no le va a gustar". "Bueno, podemos hacerlo nosotros. Necesitamos unas botas, un sombrero..." A mí se me ponen los pelos como escarpias de pensar en disfraces caseros. Me recuerda la vez que se me ocurrió grapar los elementos del disfraz, porque el hilo no aguantaba. ¡Como pican, las malditas grapas! "Si lo haces tú, ningún problema", le respondo.

Total, que estoy a lo mío, y mi marido mira el precio de botas y sombreros. Cuando a los diez minutos me vuelvo a dar la vuelta, me doy cuenta de que estoy pelando verduras, con la niña gritando en la mochilita, mientras mi marido está viendo dibujos animados del gato con botas. ¿Cómo he llegado a esta situación? Bueno, por una vez sabemos exactamente cómo.

Y aquí, amigas, es cuando ser una madre y esposa experimentada te ahorra futuros dramas. ¿Qué hice? Dejé el cuchillo en la encimera, me desabroché la mochila, le puse la niña en brazos a mi media naranja, cerré la página con los disfraces de "gatita sexy" y su idéntica (increíblemente sexista) versión infantil "gatita dulce", me fui al Müller y compré cuatro orejas de gato. Para toda la familia, incluida la traductora de bolsillo. Plis, plas, asunto solucionado.