viernes, 29 de mayo de 2020

Una mochila llena de palabras

En mi familia tenemos un pasatiempo interesante. Coleccionamos palabras.

Las palabras están por todas partes y son gratuitas. Una vez en tu colección, puedes lanzarlas al aire, y allí hacen cosas increíbles: aterrizan en el oído de alguien y le hacen sonreír, o entran en un bar para pedirte unas patatas. Luego, ligeras, invisibles, vuelven a tu cabeza hasta que las vuelves a necesitar.

Ligeras e invisibles. Así tienen que ser. ¿Te imaginas que cada palabra pesara un gramo? ¿Que tuviéramos que guardar nuestras palabras en una mochila y llevarlas a cuestas?

Yo me imagino algo así.



A todos los bebés les gusta coleccionar palabras. Las recogen de cualquier parte, las chupan, se atragantan con ellas, las escupen, y por fin las guardan en su bolsa de viaje.



Pero a algunos bebés, cuando nacen, les dan dos o tres bolsas para sus palabras y tienen que aprender a organizar donde corresponde lo que les da cada persona. Tan pronto viene una abuela con su galleta como viene la otra con su sušenky, y aunque a primera vista es la misma cosa, hay que colocarla en un sitio distinto.



Así son mis hijos. Con los años, en lugar de acabar con todo su lenguaje bien dispuesto en una maleta, ellos van por ahí arrastrando mochilas y bolsas.



Y a menudo tienen que pararse un momento a sacar y meter cosas hasta que encuentran la que quieren.


A veces encuentran las palabras correctas, pero no las han sacado de la bolsa adecuada...



…Y el resultado no es el esperado.




Y a veces, aunque todo sea correcto...



Sí, es complicado, pero vivir con varios idiomas es también divertido. En Navidades Jezisek, los Reyes Magos y el Christkind nos alegran las fiestas.



Tres idiomas transmiten más información que uno.



Disfrutamos de pequeñas competiciones entre el equipo español y el checo.



Y de vez en cuando nos permitimos ser un poco arrogantes.


Y les permitimos ser un poco arrogantes.



Pero después de años jugando con las palabras como si fueran bloques de Lego, hay que ponerse serio porque empieza el colegio. El primer día la mayoría de los niños llevan todo su lenguaje bien organizado en una maleta. Pero los nuestros, tienen que dejar sus mochilas de español y checo en casa, y apañarse con su bolsa de alemán.



Para ayudar a niños como los míos a llenar sus mochilas, algunas escuelas proponen juntarlos en un grupo pequeño en el que se refuerce el alemán. El problema es que, si estos niños ponen sobre la mesa todas sus palabras, aparecerán muchas Blumen, pero ningún Sträucher, y muchos Insekten, pero ningún Heuschrecke. ¿Quién les va a regalar los sustantivos que les hacen falta?



Algunas familias intentan hablar un sólo idioma en casa. Podría ser una buena idea, pero por más que busco en mi modesto bolso de mano, no encuentro qué puedo ofrecer a mis hijos que no tengan ya. Ni Eichhörnchen ni Einhörner aparecen en mi equipaje.

—Leer también vale, mujer

—¡Ah bueno! ¡Eso lo hago encantada!



Auf Deutsch, klar.





No podemos evitar preocuparnos. Pensábamos que sería un regalo vivir con tantos idiomas, pero a veces es más bien un problema que hay que solucionar. Logopedia, actividades de refuerzo, juegos educativos, libros especiales… intentamos ayudarles tanto que no les dejamos tiempo para aprender palabras del modo que siempre lo han hecho: jugando.



Así que nos hemos parado un momento a pensar…

 

 

 

 

 

…y hemos descubierto algo que ya sabíamos.


El equipaje de nuestros niños es algo especial y necesitan que les demos tiempo para prepararlo. Tienen que meter los mandiles que les regaló la abuela, los punčochače para el frío, y los Brezen que a veces compran en el colegio. El Patio de mi Casa, y Včelka Mája. Son tres maletas que no pueden abandonar, porque han guardado en ellas tres esquinas del mundo. Es un equipaje único, del que nos sentimos orgullosos.



Es un equipaje que nunca deja de crecer, y cuanto más crece, menos pesa.

Porque las palabras no pesan nada.

Ni un gramo.




miércoles, 27 de mayo de 2020

Cosas lógicas

¿Conoces la paradoja del cumpleaños? Dice que si tienes cincuenta y siete personas en una habitación es casi seguro que al menos dos de ellas cumplen años el mismo día.

Es una curiosidad, más que una paradoja. Es uno de estos enunciados que los matemáticos y los ingenieros recién salidos de la carrera pueden deducir con un papel y un boli. Y es que hay cosas que son de los más normal, y, sin embargo, no dejan de sorprendernos.

Por ejemplo, acabo de ver un anuncio de mascarillas de diseño por cincuenta euros. Es normal, por supuesto. Es primero de microeconomía, la ley de la oferta y la demanda. Habrá quién las compre. ¿No hay gente que se gasta dos mil euros en un bolso? ¿Cuánto va a tardar Adidas en fabricar una mascarilla especial para correr? ¿Y otra para jugar al fútbol? Lo raro sería lo contrario.

Y aun así sorprende. El estómago nos dice que hay algo poco ético en todo esto. Y no sólo me lo parece a mí. La mayoría de las empresas dicen vender las mascarillas a precio de coste, o donar los beneficios. Ellas también deben percibir la sensación desagradable de que alguien se lucre con este producto.

Hay algo democratizador en las mascarillas caseras, aunque hagan lucrarse igualmente al afortunado poseedor de una máquina de coser y unas horas de tiempo libre. Parece que, con los restos de una camiseta en la cara, todos somos iguales frente al virus. Y lo cierto es que con una máscara de Louis Vuitton también eres igual ante el virus, pero quizá taparte la boca con un trapo cuqui te hace sentirte un poquito más igual.

Hay otra cosa a tener en cuenta. ¿Cuántas mascarillas de tela crees que necesitas? ¿Una? ¿Dos? ¿Y si resulta que necesitamos una docena?

Al fin y al cabo, hemos nacido en un mundo en el que es necesario tener una docena de pares de zapatos. No sólo de invierno y de verano, sino también de tacón, de varios colores para combinar con varios conjuntos, zapatillas para el gimnasio y para correr fuera, y lo que te pida tu corazón y la moda de este año.

Pero en este mismo mundo, de momento no hacen falta más que dos pares de mascarillas de tela... hasta que nos convenzan de lo contrario.

Y nos van a intentar convencer. Justo en estos momentos, cuando llevamos meses alternando zapatillas de estar en casa con playeras, y cuando muchos empezamos a darnos cuenta de la comodidad de no tener que comprar, no tener que elegir, de pasar la mayor parte del día en pantalón de chándal. Justo cuando hasta la madre Tierra se alegra de que hayamos puesto el consumismo demencial en pausa.

Es mal momento, por ponerlo de alguna manera, para intentar argumentar que necesitamos una mascarilla que combine con el bolso. Y esto lo saben las empresas. Por eso se cortan un poco. Pero pronto cambiará la cosa. ¡Hay que reactivar la economía! ¡Las mascarillas pueden ser divertidas! ¿Quién no querría ser el orgulloso poseedor de una prenda de auténtica seda salvaje?

Es lógico, pero el estómago me dice que estamos perdiendo una oportunidad, que quizá tendríamos que aferrarnos a este pensamiento fugaz "sólo necesitamos dos mascarillas" durante el tiempo que sea posible. Hasta que ese mismo enunciado que tan lógico nos parece hoy se convierta en una idea anticuada, radical.

Si tienes cincuenta y siete personas en una habitación... ¡Enhorabuena! Eso significa que son tiempos mejores, que no hacen falta mascarillas ni distancia social y que podemos volver a sorprendernos por coincidencias en las fechas de cumpleaños.





martes, 12 de mayo de 2020

Lo que quiere mi corazón

Pero mamá, es lo que quiere mi corazón.

Eso me dice la pequeña traductora de bolsillo, en alemán, en pijama frente al congelador, cuando me pide el mismo helado de fresa que, hace tan solo una hora, era "asqueroso".

Claro. Si su corazón ha cambiado de opinión, ¿qué le vamos a hacer?

Me pregunto si hay alguna expresión así en español. Decir que algo te apetece se queda corto. El sujeto de la frase sigues siendo tú, pero cuando el sujeto pasa a ser algo tan caprichoso como tu corazón, ¿quién se atreve a culparte por pensar hoy lo contrario de ayer?

Quizá la frase "lo que me pide el cuerpo" sería similar, pero esta versión apunta a un apetito físico, mientras que el corazón habla de las necesidades del alma. Contra las primeras, puede uno luchar con algo de disciplina, pero al alma hay que darle lo que te pide. O eso, o volcarte en escribir poesía romántica.

La traductora me dice esto, tan segura de sí misma, con tanta naturalidad, que la discusión queda fuera de lugar. Pues nada, cariño, si es lo que quiere tu corazón, toma el helado.

En realidad estos días, los niños pasan las horas haciendo lo que quiere su corazón. Se visten cuando se lo pide su corazón, cogen del frigorífico lo que le apetece a su corazón, y es la última de sus preocupaciones salir de esta cuarentena más sabios, más ejercitados, o hablando italiano. No es eso lo que les pide su corazón ahora mismo.

¿Y quién se atreve a decir que su corazón no tiene razón?



miércoles, 6 de mayo de 2020

Y de repente, nos damos cuenta

Mis hijos vienen del mismo sitio. Y las palabras salen de su boca en el mismo idioma (una mezcla de alemán y español con el ocasional “tati” o “prosim”), pero por lo demás, es como si uno se hubiera criado en Islandia y el otro en el Congo. Y yo en Villafranca de los caballeros. Me explico.

Si echas una bronca a mi hija, probablemente comience a llorar casi de inmediato. Se ofenderá, puede que se encierre en su cuarto, gritará “¡ya no eres mi Freund! ¡Nunca más! ¡Papáááá! ¡Papáááá!”
¡Oh, el drama!

Mi hijo, sin embargo, te mirará como si la historia no fuera con él, si es que te mira siquiera. Puede que haga muecas. Desde luego, no tendrás ni idea de si las palabras se han posado en algún hueco en su cerebrito. ¿Qué está pensando? ¿Qué se le pasa por la cabeza? Ni idea.

Intento razonar, explicar, argumentar… da igual. Así que, siendo una persona sensata como soy, empiezo de nuevo con argumentos, explicaciones, y gritos. Sí. También gritos.

Pero el otro día sucedió algo excepcional. Trataba de hacer entender a mi hijo, con nulo resultado, que, en una familia, en cualquier sociedad, necesitamos ayudarnos los unos a los otros. Que lo que él hace, repercute en los demás, y que, si los demás no hicieran lo que hacen por él, no podría sobrevivir, y, esta vez, alabado sea el gran unicornio, mi hijo lo entendió.

Por cierto, que el detonante de esta improvisada clase de ética fue la negativa de mi hijo a ponerse una mascarilla para entrar en las tiendas. “Es ridículo”. “¿Las vacunas son ridículas? ¿Los impuestos son ridículos? ¿Tus padres son ridículos? Ahora vas a pensar y escribir diez situaciones en las que hacemos cosas, no por nosotros, sino por los demás. Mira, hasta este castigo te lo pongo por ti, y no por mi. Y ahora tengo que irme a hacer la cena. Si no la hago, ¿qué vas a comer?

Ahí el monstruito levantó la cabeza, que tenía en la mesa, encima del papel en blanco. Me miró como si se le hubiera iluminado el mundo. Ese cerebro opaco y misterioso, de repente era tan fácil de leer como un letrero luminoso. ¡La cena, claro! Si mamá no prepara la cena, me voy a la cama con hambre.

Da igual el idioma, a veces es imposible entender a los hijos. Y a veces es imposible que las palabras lleguen donde tienen que llegar. ¡Qué demonios! A veces es imposible entendernos a nosotros mismos.

Un día después de este intercambio tuve mi propio momento ¡aha!

Me puse a pensar en todas las decisiones que me habían traído hasta aquí. En particular en una de ellas, ese momento en que decidí mudarme a Praga. Intenté recordar porqué me fui. No fue por necesidad, podía haber encontrado fácilmente un trabajo en Madrid. La verdad es que no tengo ni idea de qué se me pasó por la cabeza. ¿En qué estaba pensando mientras hacía las maletas? No podría hacer algo así ahora mismo. Y puedo imaginarme a mi madre hace veinte años tratando por todos los medios de meterse en mi cabeza. Pobre.

Mi madre no gritaba, pero estoy segura de que argumentó, preguntó, y trató de llegar a mi de algún modo. Probablemente ella tenía una intuición más clara que yo de lo que podría pasar, esto es, que llegado el día, durante una pandemia, estaríamos separadas por miles de kilómetros. Porque las madres lo saben todo.

Pero no le hice caso, agarré las maletas y me fui de aventuras. Y no me arrepiento. Pero la entiendo. Como si las madres, todas, vinieran del mismo sitio. Algún pueblo en España. Un sitio con sol, preocupaciones, y un suministro interminable de pañuelos de papel y tupperwares llenos de lentejas.