viernes, 29 de enero de 2016

Por suerte, todo ha sido un susto

Mi media naranja disfruta los últimos días de la primera mitad de su baja paternal. Su baja ha consistido en unas semanitas en su pueblo checo con la familia y amigos, otros diítas en España con los niños y yo y, para rematar como es debido, un fin de semana largo de hacer el cabra con amigos en los Alpes, de dónde ha llegado con un montón de ropa sucia, un moratón de unos cuarenta centímetros en la cintura y la realización de que si se da el golpe en otro sitio se podía haber matado.

Estas cosas a uno le cambian. De pronto la sufrida esposa obtiene llamadas todos los días para ver qué tal está, "I love you"s cada dos por tres, y una actitud muy positiva a las tareas domésticas. Nos ha durado dos días, esto. Ayer ya estaba diciendo que quería comprarse unos esquíes nuevos, y como si fueran unas palabras mágicas, se acabó el poner voluntariamente la lavadora.

El caso es que a mí, que se me da de fábula inventarme historias y preocuparme por hipotéticos, aunque poco probables escenarios, lo último que necesito es que me den una razón. Ya hago yo cosas idiotas en mi día a día. Por ejemplo hacer volver a mi hijo a casa después de dos minutos en el museo de trenes porque no puedo dejar de pensar que me he dejado la plancha encencida, y me imagino mi casa en llamas, y pienso en mi pobre vecina, que si le pilla en el edificio con lo mayor que está, y si tenemos algún seguro y si en la empresa de mi marido se haría una colecta, porque la mía apuesto que no, y que acabaría con depresión, y nos divorciaríamos porque nunca me podría perdonar no haber vuelto del museo de trenes para mirar la plancha (que por supuesto estaba apagada). O de camino a una cena me pongo a espiar el facebook de la nueva babysitter porque de pronto se me ha ocurrido que podría estar compinchada con una mafia robaniños y en el momento que salga por la puerta puede dejarles entrar y de repente un camión de mudanzas en mi calle y un perfil lleno de selfies me parecen muy sospechosos.

Si hace falta poco para preocuparme, cuando le vi aparecer con un moratón del tamaño de una berenjena de concurso, "sácame una foto", me dice, no me hicieron falta ni diez minutos para ponerme a pensar en la que nos caería encima si se me muere en mitad de la noche de una hemorragia interna. Y cuando digo que lo pienso, no pienso sólo en que sería horrible que a mi media naranja le pasara algo. Pienso en detalles como qué haría si se quedara en coma, si el billete de su madre para venir a despedirle sería en tren o en avión, si me mudaría a España, y en ese caso tendría un niño trilingüe y una niña monolingüe, pienso en cómo explicarles estas cosas a los niños, me imagino en unos años apuntándome a Tinder y pienso que quizá nunca volviera a tener sexo

-¿Cuando vas a ir al médico?
-Mañana
-De mañana, nada, ahora mismo te vas al hospital. Te llamo un taxi

O sea, que eso era la familia. Tus paranoias multiplicadas por el número de miembros bajo el mismo techo. Muy bien.

lunes, 25 de enero de 2016

Viaje con niños

Antes de tener hijos yo era una viajera bastante profesional. De las que meten en la maleta lo justo y calzan zapatillas de deporte para que nada las detenga en el control de seguridad. De las que no hacen cola en la puerta de embarque, ni se levantan en cuanto el avión toca tierra, ni mucho menos aplauden cuando el piloto realiza la proeza de aterrizar sin matarnos a todos.

Ahora viajo con dos niños. Y hay cosas que ya no sirven. Por ejemplo el viejo mantra cartera-pasaporte-billetes (actualizado a cartera-pasaporte-teléfono) ahora es cartera-tres pasaportes (comprobar semanas antes que aún son válidos)-teléfono-pañales-agua-ropa de recambio-portabebés-chupete-libro de Gerónimo Stilton o entretenimiento similar-bolsón medio vacío para meter guantes, gorros, bufandas y chaquetas en el aeropuerto-escapulario de la santa virgen de las Angustias para rezar por que ningún niño la prepare parda.

Antes, cuando iba a España viajaba con una maletita mediana, que se transportara bien, pero se pudiera rellenar de jamón y zapatos nuevos a la vuelta. Ahora tengo que meter ropa para tres en una maleta de la que pueda tirar con una mano mientras empujo el carrito con la otra. Esto me deja espacio para unos vaqueros y un detalle para mi hermana, a la que robo hasta la ropa interior de su armario en Valladolid. Siempre solía meter un vestidito mono y unas medias, para salir alguna noche. Ahora me descojono de pensarlo. Y luego lloro. ¿Queda sitio en el bolsón para el ordenador? Va a ser qué no.

El control de seguridad que antes cruzaba grácilmente ahora me hace pensar en un puente sobre el averno custodiado por trolls. El de Barajas es un poco peor. En Munich son amables, tranquilos, y te ayudan a desmontar las ruedas del carro que, nunca, nunca cabe, porque fue Herodes mismo el que diseñó las máquinas de rayos X de los aeropuertos. ¿Señorita, puede levantar el pie? ¿En serio pretende que me ponga a la pata coja mientras tengo un bebé en brazos? Venga, va, le sujeto a la niña. En Barajas siempre hay una cola demencial, y para hacer las cosas más fáciles han vestido de amarillo "relajante" a esa gente que te grita "¡ordenador, líquidos!", te pasa decenas de bandejas de plástico, te secuestra los biberones y te obliga a quitarle las botas al niño, no vaya a haberse escondido la Kalashnikov de un Playmobil. ¿Qué tengo que hacer para convencer a Barajas de que no soy una terrorista? ¿Quieren una muestra de orina o algo? Porque yo se la doy encantada. Como mi hijo, que una vez no se aguantó la cola y se meó en el control de seguridad.

Que a lo mejor Barajas no sabe que nos está puteando, oiga. La gente puede ser muy hija de puta sin darse cuenta. Amiga con progenie, si cuando iba sin críos alguna vez te pasé por delante en un andén de tren con la maleta, mientras tú peleabas con tus bultos soñando con convertirte en pulpo, o peor aún, te dediqué un "¡qué bebé más mono!" al pasar, en lugar de echarte una mano para subir, si cuando estabas en el pasilllo del vagón, tratando de recomponerte y jugando al tetris mental con el carrito, te dije "pasooo" camino de mi asiento, si cuando estabas desmontando y plegando el carrito antes de entrar al avión, con pañales, abrigos, y bolsa de viaje desparramados por el sueño y tu hijo dando la coña pasé esquivandote (no sea que el avión fuera a irse sin mi) y luego encima te corte el paso en el pasillo mientras colocaba mi maleta, si cuando llegabas con tu prole al metro te hice entrar la última y tuviste que lanzar niños y carrito en el vagón a lo bestia, y no tuve la decencia de cambiarme de sitio con tu hijo para que no fuera chillando "¡mamá, mira!" desde el otro lado del vagón, si me metí en el ascensor del metro porque alguna tara mental me impedía usar las escaleras y te tocó esperar, si tu hijo se meaba "¡ya, mamá, ya! y no te dejé paso en el baño, si fui uno más de esos bultos con que tuviste que lidiar estilo huída del apocalipsis zombie mientras tratabas, en el medio de transporte que fuera, de llegar a la puerta, lo siento. Entendería que me hubieses mentado a la familia. No puedo cambiar el pasado pero puedo proponer que se haga un simulacro de viaje con niños en los institutos. Como método anticonceptivo. Así las cosas, cuando te encuentras con ese señor que te deja pasar en la cola del bar, y esa señorita que se sienta a tu lado en el vuelo y te entretiene al niño, te dan ganas de abrazarlos como si fueran familia.

Cuando era joven una vez me quedé dormida en la puerta de embarque. Esto ahora es imposible que me pase. La última vez, cuando quedaban cinco minutos para embarcar, con la niña tranquilita y el niño haciendo pasatiempos, e ilusa de mí pensé que tenía la situación controlada, se desencadenó la tormenta perfecta: Primero se cagó la niña y se puso a gritar. Agarré niños y bultos y corrí en una dirección cualquiera buscando el servicio con cambiador de bebés más cercano mientras se oía por los altavoces "el vuelo a Madrid tiene overbooking, si no le importa quedarse en tierra... etc". Mierda y mierda. No encontraba el cambiador y no podía arriesgarme a pasar las vacaciones sola, o peor, con la familia política. Gracias al cielo, con los años he desarrollado técnicas ninja para cambiar pañales y he perdido todo sentido de la vergüenza así que puse a ello en una esquinita discreta. Entonces el otro niño "mama, pipí". Tres veces mierda. Con el bebé a medio cambiar, pañal sucio en mano, y arrastrando niño y abrigos corrí, esta vez de verdad al servicio, y gritando a mi hijo en el baño "¡date prisa!", "mamá, tú siempre me dices que hay que hacer las cosas despacito", vestí a la niña, agarré abrigos y demás y llegamos justo a la puerta de embarque. Justo para ver que había que bajar un piso de escaleras hasta el avión y el ascensor estaba estropeado. El operario de Lufthansa me miró a la cara sin entender mis ojos de odio.

Antes, cuando me iba de viaje sóla me decían "pásalo bien". Ahora me dicen "hija, no sé cómo te atreves".

La perspectiva de unas semanas con babisitter jamón y gambas, que te da valor.

martes, 19 de enero de 2016

Problemillas trilingües

Criar a un niño trilingüe es una experiencia divertidísima. Un día el pequeño te deleita con el clásico "en casa podemos guardar más juguetes porque tenemos más cojones" otro día experimentas el lost in translation de tu marido en la guardería "¿Te han castigado por hacer Quatsch? ¿Estabas imitando a un pato, quatsch, quatsch?" y en cualquier momento el crío se pone a hablar como un turista borracho "Faster, faster! Wir machen fiesta. Vamos, Wagen!!!"

Pero es que además resulta muy apañado para poder dejarle en guarderías de media Europa. "Sísí, su lengua madre es el "alemán/inglés/español". No van a tener ningún problema" Da igual que sea un jardín de nieve en los Alpes, la guardería del festival de cine de Karlovy Vary, o el Ikea de Valladolid. Antes de acabar la frase, mi pequeño terremoto trilingüe está comenzando el protocolo para averiguar qué hablan los críos en ese sitio. "Hola, jak se jmenujes? Kann ich spielen?" 

Y es que hasta ahora sólo hemos vivido la parte bonita del asunto. Cuando algún amigo malayo me decía que me envidiaba por haber crecido con una sola lengua no podía entender qué desventaja podía tener el venir al mundo con un Thesaurus bajo el brazo. Creo que he empezado a darme cuenta estas Navidades.

Para empezar nos han dicho en la guardería que Daniel tiene problemas con la erre alemana de Bruno y de Reis. También tiene problemas con la erre española de perro, distinta de las anteriores, aunque curiosamente pronuncia perfectamente la "ř" checa. O sea, que a lo mejor necesitamos dos o tres logopedas para solucionar este asunto. Mucho subvencionarnos la Erasmus, pero ahora nos toca a nosotros costear las consecuencias.

Y lo de las erres no tendría tanta importancia si no fuera porque además los niños de su edad dominan el español mucho mejor que él. Mi hijo dice "con los azules Kissen jugar quiero, pero", y por primera vez unos pequeños hijos de Hündin le han dicho que no querían jugar con él porque habla raro. Para mí fue como si me estrujaran las vísceras. Yo ya sé que no puedo ahorrarle a mi chiquitín estas cosas, pero mi niño es una criatura inocente, alegre y adorable, y mi instinto de mamífera me empuja a mantenerle a salvo de todo lo malo, aunque para ello tenga que explicar a niños de cuatro años qué significa ser un garrulo xenófobo. Por supuesto que no lo hice. La explicación es difícil cuando el concepto de lengua y de país aún no está claro. Sólo ahora Dani empieza a decir que alguien habla checo cuando antes decía que "habla como papá".

No somos tan inocentes como para no esperar pequeños problemillas con esta mezcolanza lingüística. Pero de algún modo pensé que vendrían cuando nuestro pequeño tuviera las herramientas para afrontarlos. Creo que de momento ni siquiera yo tengo las herramientas para afrontarlos. Hoy Daniel ha dicho que él es alemán, que Alemania es donde los niños hablan como él. Y me ha dejado muda. Le ha salido tan natural, que lo único que puedo pensar es que ahora que el concepto de país está más o menos claro, a ver cómo le explicamos el concepto de pasaporte.