viernes, 30 de diciembre de 2016

Dubai

Yo quiero mucho a mis hijos. Esto me lo repetía hace dos viernes, camino del aeropuerto, cuando la perspectiva de seis horas de avión ¡sola! para dormir, leer, o apoyar la cabeza en la ventanilla, poner cara de intelectual y mirar a las nubes sin pensar absolutamente en nada, me estaba produciendo un placer de esos por los que las monjas del colegio aconsejaban confesarse.

Yo quiero mucho a mis hijos, pero después de un mes de no apoyar el culo en el sofá hasta las diez de la noche, (y eso sólo para arrastrarlo a la cama a las once), mi herramienta pedagógica favorita se había convertido en gritar más fuerte, y en ocasiones, llorar más fuerte que ellos.

Es por eso, porque los quiero y no quiero tratarlos mal, que me decidí a hacer una pequeña locura y me fui el fin de semana a visitar a una amiga en Dubai. Y me sentó estupendamente. No me acuerdo el tiempo que hacía que no viajaba (viajar de verdad) pero cuando bajé del taxi, cogí mi maleta, y me encontré en un país extraño con veinticinco grados de temperatura, un horizonte lleno de arena, y una peluquería árabe al lado de un restaurante etíope, me dio tal gusto que la taxista probablemente pensó que soy retrasada y al darme el cambio me preguntó si entiendo cómo funciona el dinero,

Al echar a andar con la maleta (pequeña, para mí sola) sentí la misma sensación de libertad de tirarte a una piscina de agua templada y dar dos o tres brazadas, la misma de dar dos o tres pasos con los pies descalzos en la playa. La misma ilusión de caminar en el aeropuerto hacia la salida donde te espera alguien que quieres, solo que esta vez daba igual que no hubiera nadie en la puerta.

El destino también me hubiera dado igual. Dubai es un sitio absurdo. Jóvenes veinteañeros se visten de gala y beben vino en hoteles en los que jamás pondrían un pie si estuvieran en Europa. Expatriadas ociosas pagan cincuenta euros para que los "hombres indios no les miren" cuando toman el sol en bikini, y uno tiene la sensación constante de disfrutar de un espejismo de lujo suspendido en una plataforma un kilómetro por encima del desierto. En esos momentos no tenía nada que objetar a todo esto. Al fin y al cabo, yo estaba viviendo mi propio espejismo en el que podía dedicar quince minutos a pintarme la raya del ojo y salir de casa sin toallitas en el bolso.

Así que de derechos humanos y cosas serias no tengo nada que decir, o nada nuevo, vaya. Un traje puede pasarse años dentro de una funda sin le entre una mota de polvo, no digamos un fin de semana. Mis amigas y yo nos paseamos por zocos y callejuelas en shorts como si estuviéramos en Ibiza, y sin que el hacerlo nos ocasionara problema alguno. Pasamos las horas disfrutando de la ciudad, sin pensar mucho en la cuestionable situación legal de los inmigrantes y las mujeres. Sin que el espejismo se rompiera un instante. Si acaso por un segundo, al encontrar un zapato rosa abandonado en el suelo, me imaginé con razón o no una historia distinta a la de una cenicienta que vuelve a casa borracha a las cinco de la mañana, y al ver las llamadas perdidas en mi móvil, me acordé de que tengo hijos. Que yo los quiero mucho, eso que quede claro.

martes, 29 de noviembre de 2016

El niño más guapo del mundo

¿Te acuerdas de esa cosilla de la que estabas convencido cuando eras joven y que ya no tienes tan clara? A lo mejor pasaste por una época marxista y ahora trabajas recomendando reducciones de personal a grandes empresas. A lo mejor formabas parte de un grupo cristiano y ahora te pones hecha una fiera si a tu hijo le toca hacer de San José en la función del cole. A lo mejor simplemente si ves una foto tuya de hace diez o quince años te cuesta creer que esa persona de dudoso criterio pose junto a lo que ahora definirías sin dudar como un aprendiz de sicópata.

Normalmente los cambios de opinión son cosas que suceden poco a poco, como las arrugas. Hay gente que juraría que ha sido racionalista toda la vida, obviando la etapa empirista en la que un ser humano no cree en nada que no pueda ser cubierto de vómito. Eso nos pasa a todos, pero hay casos más extremos, en los que uno abre sin querer un cajón, se encuentra con un pin de Nuevas Generaciones y sólo puede decirse a sí mismo "what the f...".

Algo así me ha pasado al encontrar unas fotos de hace cinco años, de cuando mi hijo era un bebé. Mi hijo era un bebé muy muy guapo. Nació blanquito y rubio, con unos ojos azules enormes. Y yo en esas cosas soy muy objetiva. Distingo perfectamente que los bebés recién nacidos son en general bastante feos. Incluso la traductora de bolsillo tenía pinta de boniato cuando vino al mundo. Pero no mi hijo. Él parecía un angelito. Bueno, eso te hubiera dicho hasta ver las fotos en las que un albino cabezón sin pelo bizquea a la cámara. La sorpresa ha sido mayúscula. Se lo he enseñado a mi medio knedliky y para él también ha sido un pequeño shock. En el ránking de pelones arrugados con la piel de colores que son los recién nacidos, mi hijo sigue siendo bastante pasable, eso está claro, pero ya no estoy convencida, como lo estaba, de haber perdido la oportunidad de sacarnos una pasta alquilándolo a una empresa de publicidad.

Mientras tanto el pequeño boniato se ha convertido en una niña guapísima. Posiblemente la más guapa del mundo. Insisto en que yo soy una persona muy objetiva. No todos los niños pequeños son guapos. Los hay "simpáticos", "graciosos" y "¡qué rico!". Pero mi niña... estoy pensando que nos podríamos sacar una pasta si la empezamos a mandar a cástings y desfiles de ropa.




lunes, 7 de noviembre de 2016

Killer clowns

Hay cosas que le hacen a una madre sentirse muy mayor. Cosas como esos vaqueros que dejan ver las nalgas, (que no me parecen bien ni mal, es que no acabo de entender que ir con el culo al aire sea tendencia), o lo del pelo azul y morado que está muy bonito dos días y después se pone color camisa blanca lavada accidentalmente con calcetín azul marino.

Ahora resulta que algo llamado killer clowns es tendencia. Esto me lo han explicado otras madres y ya ha salido en el periódico, así que imagino que para cuando escribo este post la cosa estará más pasada que el limón que encontramos en el fondo del frigo al hacer la limpieza. Pero por si alguien es todavía más torpe que yo con las nuevas modas explico que un killer clown es un tipo de idiota que se disfraza de payaso terrorífico y se te mete por ejemplo en el gimnasio, o en el súper, o te da un susto a la vuelta de la esquina. O, en el caso de las madres las intentará asustar, porque me temo que una persona con déficit de sueño, que anda a un ritmo de diez sustos la hora porque su retoño mete los dedos en una caca de perro, corre hacia la carretera en cuanto te das la vuelta, y se tira de cabeza de los columpios, no es fácil de sobresaltar. ¿Qué no? A ver, ¿qué da más susto? ¿Un adulto vestido con pijama sudando detrás de una máscara de látex, o tu hijo pequeño saliendo de la cocina con el cuchillo que se había perdido debajo del horno?

Este sábado tuvimos un evento ajeno a toda tendencia. Fue el cumpleaños de mi vecina. Ocho decenas de años muy bien llevados, que celebramos con pasteles caseros, pizza, y gente de esa que ella conoce y que incluye un poco de todo. Amigas de cuando la posguerra, actores, guionistas, colombianos amantes del tango, refugiados sirios, y dos rubitos trilingües de medio y un metro respectivamente. Sí, el círculo social de mi vecina octogenaria es más interesante que el mío. Mi vecina ha completado dos estudios en su vida: el de enfermera y el de payaso. Y por supuesto, sus compañeros de promoción tenían que pasar a desearle cumpleaños feliz. Señores y señoras, bien pasada la cincuentena, con ropa interior en la cabeza, almohadones en el culo, calcetines desparejados, flores de plástico en el pelo, camisas ochenteras, faldas improvisadas a mano con el resto de algún mantel, y la mejor de las intenciones.

Mi hijo venía del baño cuando se cruzó con la tropa camino del salón, armados con regaderas para cantar el cumpleaños feliz, saludando y haciendo muecas con sus bocas pintadas y agitando sus tocados artesanales. El niño puso la misma cara que si le hubiera cortado el paso una horda de zombis, hizo un amago de rescatar los coches de juguete que se había dejado en el salón, y desechada esta imprudente idea bajó disparado la escalera y se encerró en casa.

Sí, amigos killer clowns. Hay algo mucho más terrorífico que vuestra sangre de mentira, vuestros colmillos, pelucas naranjas y nariz roja de plástico, y es encontrarse de frente con el desfile macabro del tiempo que marcha con calzoncillos en la cabeza y la cara arrugada cachondeándose de tu condición de mortal.

viernes, 21 de octubre de 2016

Organizar fiestas

"Enhorabuena por la nueva casa" "Muchas felicidades en este día tan especial" "Disfrutamos mucho en vuestra boda" "Tenéis un bebé adorable" "¡Feliz cumpleaños! Allí estaremos" "Nos alegramos mucho por vosotros" "¿Otra vez embarazados? ¡Qué valientes!". Durante más de una década comprar y escribir tarjetas de felicitación, acordarse de cumpleaños y aniversarios, mandar paquetes con regalos a nuestros amigos y tarjetas de Navidad a nuestra familia ha sido exclusivamente responsabilidad mía.

¿Cómo vas a pedirle a un padre que se olvida de porqué su hijo no tiene pantalones que se acuerde de elegir un regalo, comprarlo, empaquetarlo y enviarlo al hijo de otras personas? ¿Cómo puede esperarse de un hombre que se olvida el mes en que cumple años su madre una lista de invitados a la fiesta, unas invitaciones, un menú y una tarta? Resulta temerario poner en sus manos incluso algo tan simple como ir a comprar unos globos.

-Mira, cariño, puesto que estás de baja este mes, ¿puedes llamar a este sitio dónde organizan fiestas infantiles y reservarlo?
-Ya está. Hecho. Sólo tenemos que gastarnos cien euros la hora en comida y bebida
-¿Cien euros la hora? Pero eso es una barbaridad
-No, mujer, si invitamos a diez niños y cada adulto se paga un café y una tarta...
-A ver, mi amor, (no puedo creerme que te tenga que explicar esto), si invitas a gente, ¡el café se lo pagas tú!

En fin, que hace unos días fue el cumpleaños de mi hija y pronto fue más que evidente que si iba a haber fiesta no iba a ser gracias a mi medio knedliky.

Para complicar las cosas, en medio de las preparaciones, mi querido maridito vino con malas noticias del trabajo. Un compañero de la oficina de Londres había fallecido de forma inesperada. Él había decidido encargarse de mandar una tarjeta con condolencias firmada por toda la oficina de Núremberg.

-Eso está muy bien cariño (a la viuda le hará ilusión recibir la tarjeta en el décimo aniversario del deceso)

Desde ese momento y por espacio de varias semanas, cada vez que le preguntaba qué tal la vuelta al trabajo me contaba "estresado. Estoy gestionando una foto de todos los compañeros con camisas hawaianas, porque mi colega de Londres siempre usaba camisas de colores" "La tarjeta ya está firmada, pero estoy preparando una colecta" "Tengo que meter con photoshop a un compañero en la foto" "Es un fiasco. Todos han venido con camisas azules".

"¿Vas a comprar huevos para la tarta del cumpleaños de tu hija?" "Voy a parar un segundo en correos. Necesito mandar la tarjeta y una lámina con dedicatorias. ¿Tendrán tijeras? Tengo que pegar la foto ¿Te gusta más el sepia o el blanco y negro?".

"¿Estás buscando algún regalo para la fiesta?" "En un segundo. Tengo que hacer la transferencia a un refugio de gatos. A mi colega le gustaban mucho los gatos".

Total, que la fiesta de cumpleaños la he tenido que organizar yo. La tarta, las invitaciones, el picoteo, la decoración, y hasta las flores de caramelo para decorar el postre. Sólo otra madre se puede figurar la dosis de mala leche que he incorporado en la harina, la rabia con que he cortado los bordes del pan bimbo, las palabrotas con las que he decorado las paredes del salón y los malos humos con los que he hinchado los globos. Porque hasta ahora yo pensaba que mi media naranja era fisiológicamente incapaz de organizar algo más complejo que el cajón de su ropa interior y eso me daba cierta paz, pero cuando en lugar de mandarme un mail con la lista de invitados, me manda el link de la obra póstuma de su colega "canciones de Navidad para gatos" me dieron ganas de meter a mi esposo querido en un saco, ahogarlo en el rio más cercano, y mandarle una tarjeta de condolencias.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Montando un gueto

Por querer lo mejor para nuestros hijos, los padres a veces hacemos chaladuras. Desde el que asegura que es musulmán practicante para que le den plaza en la guarde al lado de casa, hasta el que paga cientos de euros por unos walkies con vídeo, música y detector de zombies, pasando por el que planta cara a un mocoso de tres años por el uso del tobogán.

Por eso los educadores, desde su imponente neutralidad, están en una posición privilegiada para cortar de raíz las tontunas de los padres. Y por eso no me pareció del todo bien que nos dijeran a principios de curso que iban a separar el grupo de mi hijo en dos y nos daban la opción de elegir con qué tres niños nos gustaría compartir grupo. Las opciones son el demonio. Piensen en los dramas que evita el uniforme escolar.

Al final sucedió lo esperado, por supuesto. La guardería se convirtió en la filial de House of Cards, con todos los padres politiqueando para que a sus hijos no los separaran de sus colegas de barbacoa. "Mira, yo te escribo a ti y a Fulano. Fulano que escriba a Mengano y cerramos el círculo con Zutano". Sólo que en lugar de Fulano, Mengano y Zutano eran Heiner Hans y Holger.

El resultado es que los hijos de Heiner, Hans y Holger han acabado en un grupo mientras que en el otro están las mezclas del tipo azerbaiyano-inglés, ítalo-árabe, checo-ibérico y todos los españoles, medio españoles, y cuarto españoles. Yo no sé si es que ha habido también encuentros en la cumbre por parte del sector patrio, lo cual no me extrañaría nada, pero es que ¡hasta la profesora es medio argentina!

A ver, recuerde el lector que mi guardería es muy pija. Que el niño cuyo padre no es doctor en física, tiene una madre cirujana, ¡que contamos incluso con celebridades entre los padres españoles! Vamos, que mi queja no es que mi hijo se vaya a juntar con gente chunga, ni muchísimo menos. Ya he dejado claro más veces que los chungos somos nosotros. ¡Mi queja es que el niño me sale de la clase chapurreando inglés!

Yo no creo que haya ningún tipo de mala intención por parte de los educadores, ni que se haya querido montar un gueto, pero es que voy a buscar al monstruito, leo los nombres de los niños y no doy crédito "¿Pero este crío también es español?" "Bueno, catalán". Y me pregunto, ¿y si en lugar de españoles fuésemos negros?

viernes, 9 de septiembre de 2016

Un inglés de mierda

El inglés. Imprescindible. Si no hablas inglés lo tienes jodido para encontrar un trabajo cualificado, conocer un país exótico sin pagar un viaje organizado o impresionar con tu retórica a un incauto Erasmus noruego. Por eso incontables padres en medio mundo hacen todo lo posible para que sus retoños chapurreen cuanto antes one-two-three, cat-dog-lizard. Con la mejor de las intenciones y el peor de los sentidos estéticos se descargan todos los capítulos de Dora la exploradora y se interesan por guarderías y escuelas bilingües.

Nosotros haríamos exactamente lo mismo, of course, si no fuera por el hecho de que después de Pocoyó en español, Pohadka o Masinkach y Maja Biene no queda tiempo de ver Peppa Pig. Digo esto como metáfora, porque en realidad es mi hijo el que gestiona sus contenidos en la tablet y un noventa por ciento de lo que ve son los vídeos de un señor que juega con trenes y abre huevos Kinder. En inglés, por cierto.

Lo que quiero decir es que la última de nuestras preocupaciones era que el pequeño monstruo trilingüe se convirtiera en cuatrilingüe. Y nuestra preocupación más reciente es que va camino de hacerlo. Las lenguas, para él, han dejado de ser "como habla mamá" y "como habla papá" para adquirir su nombre y su sentido como herramientas para presumir frente a extraños.

-Yo hablo español, checo alemán e inglés
-No, cariño, inglés todavía no lo hablas
-Síííí
-A ver, what colour is this?
-Grüüün

Ante eso, ¿qué se puede hacer si no es sonreír? Pero últimamente el pequeñajo va más allá. Mucho más allá. Por ejemplo, en medio de una conversación de adultos, se oye desde el otro extremo de la mesa "Yisuscraist, Martin!", y a lo mejor resulta que eso es justo lo que estaba pensando decir.

También le he oído chapurrear conversaciones con más o menos sentido con otros niños. "Come here! Look at this!! Guachi guachi prrrrt. ¡Jajaja!" Y cada vez lo hace con más soltura y con más acierto. Por un motivo que se me escapa totalmente, chapurrear en inglés le encanta. "mamá, what's that? Que es fuckinghelldude?"

Así que así estamos. Nuestro pequeño monstruo habla un español de mierda, un checo de mierda, un alemán de mierda, y desde hace un par de meses, un inglés de mierda.

domingo, 24 de julio de 2016

Inciso, porque estamos todos cabreados con lo que pasa

Cuanto más cerca te pilla la insensatez de un atentado, más grande la rabia y las ganas de gritar que se haga algo por el amor de dios, que se haga algo porque no es normal que se te acelere el pulso en el tren si alguien con pinta de árabe, aunque sea remotamente, se mete en el baño. Porque tenemos niños y queremos que puedan bucear en Egipto, y visitar Estambul y no mantenerlos encerrados en casa y cagados de miedo.

Porque en estos días que vivimos creo que es normal cagarse de miedo y es normal caer en la tentación de pedir mano dura. ¡Ya está bien, que locura es esta, que se vuelva a su país esa gente! ¡Que los echen! Si eso significa estar más seguros, ¡que los echen ya! El problema que se plantea es, claro, identificar quién es esa gente a la que hay que echar. Yo cuando pienso en los musulmanes, árabes, refugiados y demás (o los "moros", como se simplifica a veces), no me viene a la cabeza un señor con barba, chilaba y cara de mala hostia. Yo pienso en las mamás de mi guardería, en los iraníes y sirias de mi curso de alemán, y en gran parte de la gente que conocí en Malasia. Es decir, gente que tiene que ver con el terrorismo tanto como tú y como yo. Algunos pisan la mezquita menos que yo una iglesia (bodas, comuniones, y visitas turísticas), unas llevan pañuelo siempre, otras nunca, y otras según les de el día. Las hay más bien taradas y las hay más normales. Si todas tienen algo en común es sólo el gusto por Starbucks, no me preguntes por qué. Entre esa gente hay quien, estoy segura, me echaría una mano si lo necesitara y a la que se la echaría yo en cualquier momento. Es gente de mi círculo. Exótica, si quieres, como en cualquier grupito de guiris, ni mejor ni peor.

Es gente que se caga de miedo igual que tú, porque cuando un pirado sale del baño con un hacha no se detiene a asegurarse bien de a quién está asesinando. "Disculpe, parece usted indonesio, ¿es el caso?" "sí, así es" "entonces ¿es usted musulmán?" "No, resulta que soy de Bali, ¿sabe?" "Y usted, o mucho me equivoco o es de Camerún" "Sí, pero de la zona musulmana. Aunque tengo un cuñado cristiano, esas cosas pasan en las mejores familias" "¿Turco?" "Sí, pero sólo por parte de madre" "Ese turbante... ¿pakistaní?" "Nono. Sikh, del Punjab" "¿Iraní? ¿Me puede dar su opinión sobre el Sha para asegurarme?".

Pero es que además llevar un pañuelo en la cabeza se está convirtiendo en un deporte de riesgo que como poco va a conseguirte unas malas miradas y un chequeo médico en el aeropuerto. Aunque seas una turista malaya sin más intención en Alemania que visitar castillos. Aunque seas un caballero hindú. Y un pañuelo se puede quitar, pero ¿qué haces si eres azerbaiyaní y se te nota? ¿Por qué tiene esta gente que aguantar insultos en el metro o algo peor? La primera frase que yo comprendí de un iraní en mi clase de alemán fue "si vuelvo a Irán me matan". A ese tipo le caen los islamistas radicales mucho peor de lo que te puedan caer a tí o mí. ¿Lo mandamos de vuelta y les damos un gusto a esos salvajes? Si hay alguien que tiene motivos de sobra para indignarse cuando un animal asesina en nombre de su amigo imaginario son precisamente ellos, los que comparten amigo imaginario. Los refugiados, los morenos de piel, y los que sin tener absolutamente nada que ver se convierten en el blanco del cabreo de la gente.

Supongo que soy un poco ingenua, pero no es menos ingenuo pensar que impedir la entrada de refugiados, o echar del país a quien no demuestre un árbol genealógico teutón va a solucionar este problema. Es como decir que ya que este cáncer se propaga por Internet tendríamos que limitar el acceso a la red. ¡Ah! Eso sí es escandaloso, ¿verdad? Eso sí nos enfadaría. En el fondo somos todos un poquito egoístas.

Es normal mirar primero por tí, es normal tener miedo, pero el odio mal enfocado nos hace perder el tiempo, nos distrae de la búsqueda de una verdadera solución y nos enfrenta con quien está de nuestra parte.

Pero también es razonable pedir mano dura. ¡Claro que sí! Mano dura, durísima para quién facilita armas, para quién crea y distribuye propaganda, para quien ayuda económicamente, para quien justifica de cualquier modo un asesinato, para quién se beneficia con el tráfico de petróleo y algodón de los terroristas. Y mano dura para quién contribuye a hacer de este mundo un lugar peor, dónde nos vemos obligados a desconfiar los unos de los otros.

Aunque probablemente la mano dura no sea suficiente. Esto es el DIY del terrorismo, en el que con la ayuda de Internet uno se hace yihadista como la que se hace anorexica. Es un problema complejo, y el que ofrece soluciones simples posiblemente se equivoque. Es más satisfactorio, desde luego, cuando las cosas son blancas o negras. Por ejemplo, a mí personalmente tan ridículo me parece creer que un hombre puede caminar sobre las aguas como que un caballo puede volar. Y eso me resulta muy satisfactorio.

lunes, 11 de julio de 2016

¡Qué bonito es ese niño!

Ser un poco feminista con niños pequeños es algo de lo más fácil. No hay necesidad de arengas, discursos, o grandes demostraciones. A poco que no te apetezca vestir a tu hija exclusivamente de rosa, violeta y purpurina, y regalar a tu hijo tanques destructores y figuritas de señores musculados, vas a sentirte feminista con nada de resistencia por parte de la progenie,

Por ejemplo, hace un tiempo nos dieron en la farmacia un catálogo de parches para el ojo, que el pequeño monstruito trilingüe va a tener que llevar unos meses. Aquí, como por desgracia en todas partes, vienen innecesariamente diferenciados los parches de niños, con dibujos de piratas, coches, excavadoras y superhéroes, y los parches de niñas, con flores, princesas, gatitos, y una paleta de colores tipo picadillo de oso amoroso. Por supuesto, una feministilla como yo aprovecha que el crío no sabe leer y extiende el catálogo sobre la mesa con un "escoge los que quieras, cariño".

-Princesas no -dice la criatura. Porque él ha aprendido en la guardería que la diferencia primordial entre niños y niñas es que a las niñas les gustan las princesas
-Me parece bien, amor, a mí tampoco me gustan las princesas

Una vez clarificado este extremo, mi hijo selecciona (previsiblemente) todos los parches de vehículos y de gatitos, sin importarle un comino que los pobres animales parecieran rebozados en frosting de cupcakes y tuvieran las pupilas de un adicto al speed.
-Y los búhos, mamá, también quiero los búhos.

Ser un poco feminista es fácil porque además los productos genéricos, asexuados, son normalmente más baratos que el mismo producto con merchandising de Frozen. Casi siempre. Mi hijo conduce una bici violeta con mariposas porque, en palabras de mi maridito, es la que tenía las mejores prestaciones. A mí me preocupaba un poco que los niños se fueran a reír de él, pero a sus benditos cinco años, sus amiguitos todavía no saben que los lepidópteros son cosas de niñas.

-Mi bici es mejor que la tuya.
-La mía es mejor. Mira. Tiene mariposas
-Ohhhh Schmetterlinge

¿Y la niña? ¿La traductora de bolsillo? Pues ahora que estamos en Valladolid, la gente se para todos los días a hacerle monerías y decirme que tengo un niño muy guapo. ¿Creéis que se me va la mano reutilizando la ropa del mayor? ¿Que trato de convertir a mi bebé en un alegato feminista gateante? ¡Qué va! Ella tiene sus faldas, sus volantes y sus lazos, pero no son rosa, y eso los hace indistinguibles de los faldones, volantes y lazos que llevan los chicos en Valladolid.

Sospecho que si la gente piensa que es un niño se debe a dos cosas más bien accidentales, y no a un arrebato de feminismo por mi parte. La primera, que no tiene pendientes, lo cual, al ser lo normal en Alemania, no requiere de rebeldía alguna. Y lo segundo, que la mantita del carro es azul. Y ¿por qué es azul? Pues mira, porque era el color más bonito que tenían, porque le queda muy bien a los ojos, y porque tenía un cincuenta por ciento de descuento.

Así las cosas, le he comprado una flor para la cabeza más grande que un repollo. Azul, que le haga juego con la mantita. Aunque tampoco veo imprescindible distinguir los bebés-niño de los bebé-niña a primera vista. A esta edad, si les das un coche, una muñeca, o un currusco de pan, lo van a chupar igual.

Y es que no hace falta ser terriblemente feminista para darse cuenta de es idiota que hasta la tienda de Lego esté separada por sexos. Tantos años para conseguir que las escuelas y playas sean mixtas ¿y ahora nos vienen con esto? Ya nos estoy viendo a mi medio rohliky y a mí echando a cara o cruz quién se arriesga a una sobredosis de pastel en el castillo de princesas del parque de Playmobil cuando niños y niñas se lo pasan igual de bien en el barco pirata. ¿Qué necesidad hay de que los bolsos para pañales vengan en rosa y azul? ¡Cómprate uno blanco, mujer, que combina con todo! ¿Por qué tengo que atragantarme de purpurina si quiero comprar a mi hijo un gato de peluche? Mi hijo quiere un gato, no un estereotipo sexista empaquetado en color de vagina.

Yo les recomiendo a las madres que me leen ponerse un poquito feminista. Sale más barato, es cómodo para la familia, y con un poco de suerte evitaremos que nuestras hijas paguen más por un paquete de cuchillas de afeitar rosas, cosa que les será muy útil si obtienen el típico contrato de trabajo para chicas, con purpurina, y un 20% menos de sueldo.

jueves, 9 de junio de 2016

Visita de la cuñada

Ayer por la noche, cuando ya estaba en la cama, mi media naranja se tumbó a mi lado, me abrazó y me susurró al oído “me he comido toda la tortilla”. Yo sonreí y le di un beso “te he echado de menos”.

No es que tengamos fetiches raros. Es que he estado unos días sola con su hermana que ha venido a hacer un curso de alemán, y que resulta que no come. Así como suena. No come.

A mí me gusta mucho comer. Soy como una anoréxica pero al revés. Ya puedo estar fondona como el “antes” de la publi de un gimnasio, que yo me encuentro estupenda. Las fotos, a veces, me devuelven a la cruda realidad, pero en seguida veo una tarta de queso con mermelada y se me pasa.

Mi cuñada se toma una especie de batido de proteínas por la mañana y ya está, ya no tiene que perder el tiempo masticando ni ensuciar platos. A mí eso me parece una aberración. ¡Con lo ricas que están las proteínas de un bocata de chorizo! Un momento. Pero y a mí ¿qué me importa lo que coma mi cuñada? Preguntará el lector. Pues normalmente, un bledo. Lo que pasa es que ahora está en mi casa y tengo que cocinar para el monstruito, ella, y yo, y entiendo la desesperación de mi madre al tener que tirar la mitad de la cena a la basura porque de niñas no nos gustaba el lenguadito.

La primera noche, sabiendo sus gustos, preparé una ensalada de pasta. Mi cuñada esquivó la salsa rosa y dijo que los cuatro macarrones secos y las dos tristes hojitas de lechuga estaban muy buenos (la cursiva la añado yo).

Al día siguiente, para que no vaya diciendo a la suegra que no sé cocinar, preparé un risotto para chuparse los dedos hasta la tercera falange. Ella apenas tocó lo que me imagino vería como una bomba de hidratos y grasas, se comió las sobras de la ensalada de pasta, y yo no me molesté en sacar la salsa rosa del frigo. Mi hijo dijo que el arroz puaj y el hecho de que yo me sirviera dos porciones de obrero de la construcción no impidió que la mitad de la cena acabara en la basura.

El fin de semana hice tortitas. Seis tortitas. No pude hacer menos, porque eso es lo que sale con un huevo, y no iba a andar partiendo por la mitad una yema de huevo. Mi cuñada rebuscó la tortita más pequeña, se la comió (sin sirope, ni nutella, ni gracia ninguna) y dijo que esa fritura de harina, grasa animal y azúcar refinada estaba muy buena. En lo que ella desmenuzaba una tortita yo me comí dos, con sirope de arce y plátano, y las sobras de la de mi hijo. Las otros dos, tras una breve oración y una lagrimita por mi parte, acabaron en el cubo de la basura.

Esa misma noche me poseyó el alma de una übermutter alemana y me dio por hacer empanadillas japonesas. Me quedaron tan bonitas que no podía dejar de sacarles fotos (juzgue, juzgue el lector). Mi cuñada me preguntó “qué buena pinta, ¿de qué están hechas?” y yo, visto el percal, le respondí “zanahoria, cebolla, pollo…” y según me alejaba y estaba ya casi en la cocina “y un porrón de queso”. En fin, esa noche las empanadillas se comieron. Cuando digo que se comieron, quiero decir que la mayoría me las comí yo, pero el caso es que no tuvieron que irse a la basura, que hubiera sido un crimen.

El fin de semana comimos fuera, y aunque ella dijo que no quería nada, a mí no me parecía demasiado correcto que mi hijo y yo nos pusiéramos morados mientras ella miraba. Decidí pedirme una ensalada para que así pudiera picar. Y picó. Cogió las cuatro rajas de pepino que estaban de decoración a un lado del plato y no habían tocado el queso de cabra y la vinagreta. Sí, por primera vez en mi vida me sentí culpable, gorda y sin fuerza de voluntad comiendo una ensalada.

Al día siguiente teníamos visita, así que me puse a hacer una tortilla, hojaldres y un pastel. “¿Haces una tarta?” Me preguntó mi cuñada. ”A ver qué tal queda, es una receta nueva” “Seguro que queda muy bien” “¿Quieres probarla?”. “No, es que a mí el dulce…”. Pues la tortilla no es dulce, bonita, estuve por responder. Y el hojaldre lleva el mismo relleno que las empanadillas que hace dos días te comiste gustosamente. Ahí estaba yo. Como una madre cualquiera, cabreada porque no se come la comida que pone en la mesa. Pero, ¿a ti qué más te da, tarada? Me dije a mí misma. Pero ¿por qué te pones así? Pues no sé por qué me pongo así. Sólo sé que al día siguiente saqué un pescado del congelador, lo metí en el horno veinte minutos. Así, tal cual. Lo acompañé de mala leche y un puñado de judías verdes de bote y le serví a mi cuñada una ración de pitufo, seca como una suela de zapato. Ella se lo comió encantada y dijo que ese batido de proteínas en forma sólida estaba muy bueno. Yo me fui a la cocina a buscar las sobras de la tarta.

Así que cuando por fin llegó mi maridito, nos vio sentadas enfrente de una ensalada de garbanzos, y dijo "voy a preparar unos filetes o algo, ¿no?" me dieron ganas de abrazarle, besarle, y pedirle que sacara también un poco de pan con queso. Y el chorizo. Y algún postre. Y una copita de blanco, para acompañar.

domingo, 5 de junio de 2016

Aventuras trilingües

Mi madre dice que mi primera palabra fue agua, a los siete meses de edad y en casa siempre hemos sido un poco escépticos con esa afirmación. "Que sí, que sí", dice mi madre, "que te apartaba del vaso de agua y gritabas ¡guagua!" En fin, lo dicho. Escéptica hasta hoy, que tengo que anunciar que la primera palabra de mi hija ha sido ma-má, a los ocho meses recién cumplidos.

Hay gente maledicente que afirma que sí, que dice mamá, pero que se lo dice a cualquier cosa. A esos les digo ¡no señor! ¡Ni mucho menos! ¡A cualquier cosa no! Se lo dice a la comida, lo cual es absolutamente coherente con el hecho de que me lo diga a mí. A ver, desde su punto de vista, ¿qué diferencia hay? ¿Por qué tendría que entender el concepto de ser humano? Ma-ma es lo que le soluciona la papeleta cuando tiene hambre. Aquí la única discusión pendiente es con su padre, que afirma, con una soltura un poco irresponsable, que su primera palabra ha sido el binomio papá-tata. Que sí, que mi bebé es un genio. Es evidente. Pero que su primera palabra sea papá en dos idiomas... bueno, dejémoslo en un quizás.

Mientras tanto, el monstruito trilingüe ha estado en Castilla ampliando su repertorio de español.

-Tu hijo ha dicho Ti-co-ti-ño
-¡No he dicho eso! ¡He dicho coño!
-Y tú, ¿para qué dices eso, si no sabes lo que significa?
-Sí lo sé. Es cuando quieres que alguien haga algo

Pues sí que lo sabe el maldito, sí. Entonces me callo. No le viene mal al pobre un poco de vocabulario. Y es que no sé si el ambiente de su guardería multiculti es demasiado happyflower, pero observando a mi hijo jugar con otros niños españoles en el parque, mi único pensamiento era "¡qué mal lo iba a pasar este pobre en una escuela española!". Es que mientras los otros niños sugerían jugar al fútbol, mi hijo tiraba el balón a lo alto "¡basketball!" o se ponía a cuatro patas y jugaba a ser un gatito y además resulta que esta es una de esas situaciones en las que ser trilingüe no sólo no te ayuda, sino que es una putada, a juzgar por las conversaciones entre criaturas.

-Este balón es mejor, porque es de cuero.
-¿De qué?
-De cuero
-¿Qué es eso, el cuero?
-Mira, da igual (el niño se aleja)
-¡Espera! ¡Espera, amiguito! ¡Amiguito!

A veces pienso que la única ventaja del trilingüismo va a ser protegernos a todos de la demencia. A ellos, y también a mí. Por eso del ejercicio mental:

-Mamá, ahora los coches tienen que ir a la lampa 
Lampa. Lámpara o farola en checo. Aunque suena muy parecido a "Ampel", el semáforo en alemán. Miro alrededor buscando uno o lo otro, y mi hijo me señala una regla apoyada en un extremo por una goma de borrar.
-La lampa, mamá, mira, por aquí suben los coches, saltan y ¡buuuuum!


Buuuum, Sí. Para colmo vamos a necesitar un logopeda.

miércoles, 1 de junio de 2016

La segundona

Las segundas, las pobres, son unas supervivientes. Más les vale. Para empezar, se encuentran con un panorama de cosas de segunda mano, que ríete tú de un Flohmarkt alemán. Yo nunca he sido de comprar mucho trasto, pero con el primero, una pica. Que si la bañerita, que si la cuna de colecho, que si mira qué conjuntito tan mono (que se va a poner un día, hasta que se lo cague entero, cosa que es preocupantemente factible). Y vas, y compras. A la pobre segundona le he comprado sólo una hamaca con música. Y porque tenía un bono-regalo.

De hecho hemos estado un mes en España sin equipamiento para bebés y no ha pasado absolutamente nada. No tenemos cuna porque la traductora de bolsillo se debe pensar que un día me la voy a olvidar en el súper (lo cual es preocupantemente factible, también) y grita como una loca si me separo un milímetro de ella. Para comer, sentada en el regazo, de un cuenco de los de postre y con una servilleta de babero. Le cambio los pañales encima de una toalla. La idea de una papelera específica para pañales me hace partirme de risa. Ni parque, ni hamaca, en su lugar, los ojos vigilantes de la familia, que en España abundan. Y de bañera, sí, avispado lector, un balde que tiene mi madre para tender la ropa. Lo único imprescindible, el carrito. Pero no el carrito con ruedas inflables, parasol, saquito y bolso a juego. Una sillita de paseo de las de a cinco euros el kilo que me he agenciado en una oferta por Internet.

Las primeras veces que entré en una tienda de bebés me colaron de todo: patucos, cepillo de dientes, libros en blanco y negro, polvos de talco, y una tendera espabilada me vendió unos pijamas de prematuro, porque, ¿cómo va a salir la criatura del hospital con las mangas del pijama colgando? ¿Y si están esperando los de Hola? Pero esta madre ya está de vuelta de todo.

-Buenas, quería una bañerita
-Tenemos esta que se hace cambiador por cien euros...
-Yo había pensado algo más... simple.
-Muy bien, tenemos esta muy cuca de Stokkes que se pliega y se queda en nada...
-Ya... no... Buscaba del tipo barreño. Y de marca blanca, si puede ser. ¿Por qué no me enseña la más barata que tenga? (Sí, mejor ir así de directa. Te miran como si le estuvieras regateando al bebé el número de guisantes en el potito, pero te acostumbras).
-Esta es la más económica. Necesitaría claro, las patas para ponerla de pie y el adaptador para bebés pequeños (aquí me entra la risa floja. Sí, hombre, y la esponja de prepucio de puercoespín ¡venga ya!). Serían treinta euros
-Me lo voy a pensar.

Con el primer hijo una lee mucho. A veces demasiado. Con la segunda una va tocando más de oído. La ventaja es que mamá tiene el oído mucho más fino. Antes de probar una comida nueva con el monstruíto trilingüe consultábamos algún libro, con Internet, o con una abuela "¿brócoli? ¡qué cosas hacéis ahora! ¡Déjate de inventos! Patata, zanahoria, puerro y un filetito de ternera lechal". Bueno, pues ayer le preparé a la traductora de bolsillo un potito casero de judías verdes con huevo cocido para chuparse los dedos. Parece que me he convertido en el tipo de persona que prepara un puré en cinco minutos así, a las bravas, sin buscar una receta, pesar cantidades y quemar una sartén o algo.

La pobre traductora de bolsillo ha venido a un mundo un poco más extremo que en el que que nació el monstruíto trilingüe. Es un mundo en el que su hermano tan pronto le tira un coche a la cara o la hace rodar en la cama como a una croqueta mientras se parte de risa. Un lugar en el que es preocupantemente factible comerse un cacho de play-doh en un descuido y un mundo en el que su padre ya no se desvive como antaño cuando la oye gritar. Pero también es el mundo en el que nadie le va a marear con té de hierbas para los gases, ni probar mil historias para que deje de llorar. Ahora mamá sospecha acertadamente que la papilla de cereales con agua en lugar de leche es lo que le ha sentado mal, y mamá sabe qué llanto es de sueño y qué llanto pide un cambio de pañal (para los demás, todo es hambre). Porque mamá a veces va tan zombi que acuna el carrito vacío mientras la nena está olvidada en la alfombra del salón, sí. Pero puede decir con orgullo que la entiende mejor que nadie. Porque ahora mamá es el doble de madre.

jueves, 14 de abril de 2016

Primer día de clase

Me he vuelto a apuntar a un curso de alemán y la clase es genial. Sólo hay mujeres, pero de todos los colores posibles, y entre tantas nacionalidades, yo, claro, estoy encantada. Como estamos en un curso más o menos avanzado, la gente ya no se siente en la obligación de presentarse siguiendo el patrón del libro: me llamo blah, vengo de blah, trabajo en blah. Ahora las presentaciones son del estilo "Me llamo Nadia, he tenido una vida muy dura y ahora mismo estoy estupendamente. Me he cortado el pelo, me he comprado ropa nueva y voy a perfeccionar mi alemán". "Me llamo Anja y mi título de márketing aquí vale lo mismo que un Gutschine del Rossmann". "Me llamo Rosa y necesito mejorar mi alemán para ayudar a mi nieto con los deberes".

Es curioso que muchas olvidaron decir de qué país venían, y se libraron sin quererlo de eso que hacemos también sin querer que es vaciar sobre las personas que acabamos de conocer una especie de caja con souvenirs horteras del país que se acaba de mencionar. Porque si uno escucha "Me llamo Nadia y he tenido una vida muy dura" normalmente pregunta simplemente "¡vaya! ¿qué te ha pasado?" pero "me llamo Nadia, vengo de Iraq, y he tenido una vida muy dura" invita a otro tipo de preguntas, por mucho que mi marido diga que lo primero que le viene a la cabeza cuando digo "Iraq" es "Mesopotamia". Y el caso es que una discusión sobre la guerra y el Islam hubiera sido del todo irrelevante en este caso concreto, porque los problemas con los hijos no entienden de nacionalidades.

Cuando estudiaba en Holanda teníamos un amigo que cada vez que conocía a alguien tenía que dar su opinión sobre la situación en oriente medio. Parece ser que las frases "¿De dónde vienes?" "De Israel" Sólo pueden ir seguidas de "¿Y qué opinas de la situación en Palestina?" Yo he sido testigo de esto y, la verdad, pedirle a un erasmus en Holanda que te haga un análisis geopolítico mientras está jugando al ping pong, degustando una frikandel, o más frecuentemente, liándose un porro, se merece un "¡Fatal, chico, fatal!" por toda respuesta.

En fin, que me ha dado por pensar en cómo reacciona uno a lo internacional y me ha salido una clasificación, que ya me diréis si es acertada o no.

En una primera fase que podríamos llamar "de la paella y el traje de flamenca" y por la que todos hemos pasado, uno no ha salido de su casa, o si ha salido no se ha enterado y va llenando la caja de los souvenirs que tenemos en la cabeza con toda la mierda que acumula desde primaria. Todo va pa'dentro. Lo que ha oído por ahí ya ni sabe dónde "los esquimales tienen cientos de palabras para decir nieve", lo que ha visto dibujado en los libros infantiles "chinos amarillos con coleta", lo que sale por la tele "las casas ricas las roban las bandas de albano-kosovares"... En esta primera fase uno se cree todo lo que ve en los muros de Facebook y, aunque sin maldad, hace asociaciones atrevidas, gratuitas, y muchas veces desafortunadas "África-hambruna, alemán-nazi".

En una segunda fase, que yo llamo "eres muy rubio para ser español" se tiene un primer contacto con el extranjero. Quizá ha leído uno un libro, se ha hecho un amigo polaco, se ha aventurado a un viaje no organizado o se ha ido de erasmus así, directamente, y le ha dado un choque cultural que casi le deja tonto. En su caja de souvenirs mete todo lo que le llama la atención, por muy inconsistente que sea. Visita el museo del comunismo en Praga y después se compra una matrioska, se cree que el carácter de su conocido, el Japonés sicópata que colecciona Katanas, es universal en el país del sol naciente, y se piensa que en cualquier restaurante de Egipto le van a traer una pipa de agua. De esta fase son típicas revelaciones tipo "¡Pues Hungría está muy bien para ser un país comunista!" "¡ah! ¡Que en Grecia también tienen anís!" Es también cuando uno se mueve entre la vergüenza ajena y la ternura, con preguntas del tipo "¿los musulmanes podéis haceros fotos?" "¿Aquí no ponen pan con la comida?" "¿Eres de Eslovenia? ¿Cómo fue la separación de Chequia?". Es posible que uno intente entrar en algún edificio religioso enseñando los glúteos, y si le cuentas que el sol y sombra es la bebida de moda en España se lo crea.

Si uno le coge el gusanillo a lo extranjero, y viaja un poco, y lee, y hace amigos, normalmente entra en la fase multi-culti, que yo llamo "el Ribera, que sea Crianza". Uno se ha dado cuenta de que su caja de souvenirs está llena de porquería y se pone a seleccionar. El cristal de bohemia se queda, el toro de plástico se va. Uno ya sabe que no todos los rumanos son gitanos, ni los restaurantes en China sirven arroz tres delicias y no se le ocurre preguntarle a su recién conocido cubano si baila salsa o merengue. Todavía se le puede convencer de que en California es típico beber chupitos de whisky cuando llueve, pero es más difícil. Distingue la comida del norte y sur de la India, tiene algún amigo chino en Facebook al que desea feliz año nuevo a mediados de Enero y si conoce a un sirio, se guarda mucho de preguntar cómo llegó aquí, por lo menos en los cinco primeros minutos. Al contrario, va por el mundo siempre presto a censurar los comentarios pelín racistas y poner los ojos en blanco ante cada grupo de Viajes Halcón que enciende palitos de incienso en los templos de Bangkok. Le encanta conocer gente de otros países y a menudo tiene un comentario tipo "¿Eres de Singapur? ¿Qué están construyendo ahora?" Siempre con cuidado exquisito para no ofender, utilizando palabras como "gente de color" y portándose en ocasiones también, como un perfecto pedante.

Hay una última fase a la que sólo se llega cuando uno ha convivido un cierto tiempo en un país y que podemos llamar la del "cocido con chucrut". Uno ha vaciado su caja de souvenirs y ha colocado las cosas en la estantería del salón, y ahora la flamenca coge polvo al lado del osito con Lederhösen. No puede vivir sin jamón, pero tampoco sin poder ir al trabajo en bici, y conoce tantos tipos de salchicha como provincias tiene Castilla. Cuando le presentan a Hans, se interesa por Hans. Ya sabe que Hans viene de Alemania, pero interesarse por Hans el alemán tiene tanto sentido a estas alturas como interesarse por la nacionalidad de Ana María, la de Vallecas. Uno se ha ganado el derecho a decir "estos alemanes son unos nazis", porque ya son de la familia, porque ya se sabe que en Hamburgo como en Palencia de todo hay en la viña del Señor, y porque en cualquier caso si uno lo dice es con conocimiento de causa.

Yo, día a día me muevo en la última fase, pero cuando entro a clase de alemán soy la pedante que intenta adivinar de donde viene la gente por el nombre de pila y el acento, y por eso me gusta tanto. Me ha dado por pensar en que hubiera sido genial seguir sin saber de donde son ninguna de mis compañeras. Retrasar lo más posible el momento de preguntar cómo van las cosas en Camerún, o Túnez, o Venezuela, sin pensar (imposible evitarlo) si es raro o no lo es que una iraquí lleve o no pañuelo en la cabeza o preguntarme porqué hay tantas enfermeras ucranianas. Quizá es que quiero volver por un momento a no saber nada, a revivir la experiencia de descubrir por primera vez que el mundo es mil veces más rico y variado de lo que vemos desde nuestro pequeña madriguera.

En fin, profesoras de idiomas, ahí dejo la idea, para futuros primeros días de clase.

viernes, 1 de abril de 2016

Traducción simultánea

Mi plan de pensiones puede irse a la mierda en diez años. Let me illustrate:

Todo este esfuerzo, esta cuidada selección de genes eslavo-mediterráneos, las cenas en la cantina de la torre de Babel, las explicaciones atlas en mano, las explicaciones diccionario en mano, las explicaciones a base de gestos con las manos... todo para criar un par de monstruítos cuatrilingües que el día de mañana nos compraran una casita en la playa con su sueldazo de intérpretes de la ONU y resulta que en diez años la ONU no va a necesitar intérpretes. Parece ser que, en diez años, hablar cuatro idiomas europeos va a tener el mismo peso en el currículum que dominar el esperanto y la mecanografía.

Por mucho que aplauda y disfrute los avances de la tecnología, lo cierto es que no puedo esperar con alegría el momento en que practicar tus pobres conocimientos de francés en una cena de amigos se vea como entrar en un establecimiento a pedir un carrete de fotos. La traducción simultánea derribará las barreras del lenguaje, pero va a levantar otras barreras generacionales. Ya me imagino a mis vástagos "mamá, ¡qué vergüenza! Por favor, deja de decir sandeces a Heiner y ponte el traductor" "¿Qué el curso en bioprogramación genética de células óseas te trae de cabeza? Yo a tu edad estudiaba alemán. ¡Imagínate! ¡Alemán!".

Por lo menos nuestros cachorritos aprenden idiomas porque no les queda otra, pero ya lo siento por esos padres que apuntaron a la progenie a clases de mandarín. ¡Que sí, que sí!, que aprender idiomas como mínimo es un sanísimo ejercicio mental, pero a la hora de pagar religiosamente los cientos de euros del curso ¿quién no se imaginaba a su hija de corresponsal del New York Times en Pekin? ¿Quién se iba a figurar que su dinero iba a estar tan bien invertido como en un curso de Cobol?

Lo siento también por Cataluña y País Vasco. Supongo que las instituciones se resistirán durante un tiempo, pero el día que guardar una gramática inglesa en casa sea como tener un radiocassette va a ser difícil justificar el requisito de Euskera C1 en unas oposiciones. 

Lo peor del tema es tener que darle la razón a mi madre, porque al final todos los que nos dicen que les estamos dando un regalo a los niños con el tema de los idiomas van a estar equivocados y va a tener razón ella cuando exclama ¡pobres criaturas!

Yo me imaginaba a mis hijos echándome en cara mil cosas en el futuro, empezando por mi jornada completa y mis habilidades bastante deficientes con el fondant, pero siempre pensé que mis fallos como madre quedaban hasta cierto punto compensados con el regalo de no tener que escribir jamás en un currículum "inglés medio-alto". Estaba tranquila pensando que mis hijos siempre tendrían un as en la manga. Ahora me temo que tendré que oír algo en la línea de "Si hubiéramos estudiado robótica cuántica en lugar de perder el tiempo aprendiendo a pronunciar siete tipos de erre nos hubiera ido mucho mejor".

Muchas gracias, colegas ingenieros. Muchas gracias.

jueves, 24 de marzo de 2016

La niña de papá

Los bebés son la democratización de la felicidad. Da igual quién seas y cómo seas. Alto, bajo, joven, viejo, pobre, rico, una buena persona, un ser indeseable, o incluso un póster en cartón piedra. A poco que les mires te devuelven una sonrisa sin dientes diseñada específicamente para sacarte la tuya junto con un "oooh" o un "ahhh", según el caso. Los bebés son suaves al tacto y la mayor parte del tiempo huelen como ropa nueva espolvoreada con azúcar y canela. Es poner la nariz cerca de su cabeza, inspirar, y llenarse los pulmones de gozo puro.

Si te parece que no eres una persona divertida, prueba a hacerle gracias a un bebé. A veces se descojonan con sólo oírte estornudar. Si has tenido un día de mierda, coge a un bebé un rato. Están calentitos y te miran como si fueras el puto amo de todo. A veces incluso te hablan. Mi traductora de bolsillo dice "papapapa" y "tatatata", y no le hace falta más para lograr hacer feliz a una persona en concreto.

-¿Has oído? Ha dicho papá
-papapapapa
-Sí cariño, pero no creo que...
-tatatatata
-¿Ves, ves? ¡Tata! Clarísimo
-Lo que tú digas. Con cinco meses dice papá en dos idiomas. Pásame el móvil que llamo a Mensa
-Estás celosa porque no dice mamá
-Mhmm, me has pillado. Yo creo que quiere que papá le cambie el pañal
-¡Pues claro que se lo cambio! Di papá pa-pá paaa-paaa
-papapapapapa
-papapapapapa

viernes, 18 de marzo de 2016

Protestas

Yo, lo que es hablar alemán, lo hablo. Cuando alguien trata de entenderme se le ven las arrugas de concentración en la frente, y a veces se giran un poco para que mi intento de comunicación le llegue mejor al oído, pero mi mi alemán me consigue comida en los restaurantes, recetas en el médico, y una sonrisa no se sabe si de vergüenza o de solidaridad en las reuniones con clientes.

El caso es que hay sitios donde mi alemán no llega. Las cartas de la Finanzamt, obvio, y quizá menos obvio, las conversaciones del pequeño diccionario trilingüe con sus amiguitos. Es que una madre, como figura de autoridad, necesita saber de un modo preciso qué barbaridad está diciendo su hijo para poder actuar en consecuencia. Cuando una oye "... meine Eltern (padres)...ins Gäfangnis (cárcel)" una entiende, como en las "listenings" de clase, el contexto. Y el contexto en este caso era claramente, mi hijo diciendo burradas a un amiguito. Así que le pedí como le pediría a la profe, que pusiera la cinta una vez más. "¿Qué dices? ¿Qué dices de una cárcel?". Mi hijo me miró muerto de risa. Así que tuvo que ser la madre del amiguito la que me ayudara con la parte pedagógica del asunto. "Das ist nicht nett. Si llevan a tus padres a la cárcel, ¿quién te va a hacer la comida?"

En otras ocasiones mi alemán me llega para entender, pero se queda corto para contestar. Ayer mismo iba paseando por una acera estrecha con la traductora de bolsillo en el carrito. En un punto del camino había dos señoras muy bien vestidas (me aventuro a adivinar, sin hijos) de charleta en mitad de la acera. Mi "entschuldigung" no me llevó muy lejos. Las señoras me miraron un segundo, pero no se apartaron. Tuve que bajar con el carrito de la acera y rodearlas. A muchas lectoras no les tengo que explicar que subir y bajar bordillos con un carrito es un coñazo. Apartarse un poco cuando se dispone de piernas operativas es una molestia menor, que además se compensa con la bonita sensación de haber hecho el bien. Pero no. Cuando pasaba a su lado, lanzando una mirada de odio entendí perfectamente "es ist nicht so dramatisch, oder?". Respondí algo y gesticulé aún más, pero lo cierto es que en ese momento no tenía a mano las palabras que una necesita para llamarle hija de perra a alguien con educación.

Y es que los inmigrantes pagamos un impuesto especial por no dominar el idioma. Cada vez que necesitamos protestar tenemos que poner en un plato de la balanza lo que intentamos obtener de la protesta y en el otro el esfuerzo de juntar un montón de palabras para pedir las cosas. Me faltan dedos en las manos para contar las veces que me he bebido el agua con gas por no discutir, pero es que además no he dicho nada cuando me han dado la vuelta mal. Por no discutir (en alemán) pago religiosamente multas injustas y ni siquiera tengo abogado que hable por mí, porque no puedo leer las cuarenta y cinco páginas que describen las condiciones del seguro de abogados, y me da que si me hago dicho seguro voy a acabar regalándoles dinero también a ellos... por no discutir.

El problema es que saber pedir las cosas, saber protestar y llamar a alguien asquerosa con educación es un recurso importantísimo en la vida. En el día a día, beberte cosas que no te gustan no tiene mayor importancia, pero saber exponer tu problema a la persona adecuada puede ser la diferencia entre que te den la oportunidad repetir un examen o quedarte con un suspenso, puede ser lo que te ayude a salir de la oficina compartida con el compi del dudoso olor corporal y por lo menos te da la satisfacción del deber cumplido cuando le haces saber a una gilipollas que es gilipollas.

Pero si mi hijo no ve eso en mi, ¿de quién lo va a aprender? Temo que no me quede más remedio que hacer algo valiente la próxima vez que me vea en una de éstas. Pararme, mirar a los ojos a la payasa de turno, y decirle "ahora se espera por favor a que traduzca con calma lo que le quiero decir". O eso o le pido a mi hijo que me defienda "¡ojocuidao! ¡Que mi madre ha estado en la cárcel!"

jueves, 10 de marzo de 2016

Cirugía

Como sólo me gusta escribir sobre cosas bonitas, no he contado nada hasta ahora sobre el paso por quirófano de la traductora de bolsillo. A la pobre le han tenido que operar una fístula en el ombligo que impedía que se le cerrase, y nosotros, como buenos padres, hemos sobreactuado un pelín.

Cuento esto ahora que todo ha ido bien, como era de esperar, puesto que debe ser una bobada de cirugía, y lo cuento con la ligereza acostumbrada porque hacerlo de otra manera me parecería un insulto para los padres cuyos bebés tienen que pasar operaciones serias. Si nosotros ya lo pasamos mal, no quiero imaginarme lo que puede ser cuando sucede algo grave.

Nos dijeron que la nena estaría una hora en el quirófano, pero la operación en sí sólo duró doce minutos. Es el tipo de cosa que probablemente dejan hacer al becario después de una noche de juerga, pero eso no quita que a la hora y dos minutos nos empezáramos a poner nerviosos porque no nos llamaban.
-Puede ser cualquier cosa. Igual la anestesista tenía que ir al baño antes de la operación
-O ayer echaron un capítulo nuevo de alguna serie y lo estaban comentando
-O están rellenando algún papeleo
-O hay una complicación...
-(Cara de pánico) Tú no has pillado el juego, ¿no?
-En quince minutos bajamos, ¿vale?
-Vale
En ocho minutos estábamos los dos en la puerta del quirófano.

No es que nos pusiéramos nerviosos en el momento de dejarla, tan pequeñita, en manos de gente encargada de abrirle la barriga y volversela a cerrar, que sí, que también, que la cosa impresiona por mucho que la sala tuviera luces naranjas y dibujitos infantiles, y a nuestro lado hubiera un operado de anginas comiendo un polo de fresa. Llevábamos ya varios meses de exageración y preocupaciones, involucrando, como es de esperar, a los abuelos, a mis amigas, mis tías, y cualquier conocido que tuviera cualquier relación con un pediatra. ¿Quieres preguntar a tu tío? Pero si no es pediatra, y encima lleva décadas sin ejercer como médico. Bueno, tú pregúntale, ¿qué pierdes? Yo voy a decir a tu tía la enfermera que pregunte por el hospital. Mándame por wassap la foto del ombligo, que tengo una amiga ginecóloga.

Y no es que hubiera mucho que decidir. Hemos esperado meses a ver si el ombligo se cerraba por sí solo, y nein. Y todas las respuestas de los pediatras amigos de amigos de amigos coincidían en que hay que operar. Aquí un inciso para aconsejarte que si te ves en una así, anuncies a familia y allegados de antemano que por muy elitista que suene, no quieres consejos/comentarios/ideas de nadie que no tenga un título en medicina. Créeme, lo último que quieres oír cuando intentas hacerte a la idea de que tienen que operar a tu bebé es "¿Y no se puede hacer otra cosa? Pues a una amiga le pasó algo parecido y... ¿has probado el osteópata? Sí que tiene mala pinta, sí". Lo único que quieres oír es algo en la línea de "es normal que te preocupes, pero si es lo que te aconsejan adelante, en ese hospital son muy buenos profesionales, ¿necesitas algo?"

Conste que no me puedo quejar. Tanto allegados como médicos han sido muy comprensivos. Aunque a veces nos miraran con la cara que miro yo a la gente que me pregunta si es mejor darle al bebé primero patata cocida o plátano aplastado. Sí, sí, la cara que se me pone cuando alguien me cuenta que tiene pensado hacer alguna guarrada con la placenta. La sonrisa con la que respondo a la gente que insiste en comparar cremas hidratantes para bebés. Esa misma.

La parte más importante del asunto, la traductora de bolsillo, no se ha enterado de nada y lo ha pasado todo con su buen humor habitual. Su madre sin embargo, pasó la noche en el hospital saltando del camastro de acompañante cada hora, tropezándo con los cables, sacándose una teta medio en sueños cada vez que al cacharro que mide el pulso le daba por ponerse a pitar sin motivo y volviéndose a dormir con el runrún del sacaleches de nuestra compañera de habitación.

Mi compañera de habitación, por cierto, me daba un poco de envidia. Cuando subimos del quirófano tenía montada una merendola en la habitación con toda su tribu que daba gloria verla. Las enfermeras les echaron de allí inmediatamente, y me daba una lástima terrible verles recoger los tuppers. Sé que si tuviera a mi tribu cerca me sacarían de quicio (me pasé el día contestando wassaps "me ha dicho tu madre que ya se despertó la niña...") pero una vez pasado el susto, a mis genes españoles les apetecía meter la mano en alguna tartera, y chapurrear un poco en alemán, en lugar de sentarme sola con mi bandeja de plástico y mi móvil.

Y es que hay veces que una necesita estar acompañada. Si algo me llevo de la experiencia es ese momento con ella, mi compi, cuando pasan los médicos por la mañana y le dicen que su bebé está bien, y me dicen a mí que mi bebé está bien, y nuestras caras se iluminan a la vez, como dos zombies en pijama sonriendo de puro alivio. Si hay algo que nos iguala a todas las madres del mundo tiene que ser eso.

Y es una cosa bien bonita.

jueves, 3 de marzo de 2016

Calcetines sucios

A veces me parece que no hago más que escribir sobre calcetines sucios en este blog. Es un tema recurrente, eso es cierto, porque es un tema recurrente en mi matrimonio. Que todo siga así, toco madera, y el tema recurrente no pase a ser "tienes un problema con el alcohol", "tú y tus prostitutas" o "no me viene bien el horario de visitas en la cárcel" (sobre esto más en próximas entregas).

Me consta que "mi marido es un cerdo" es un tema recurrente en las parejas parecidas a la mía, o sea, en las que no tienen serios problemas, pero tampoco pueden permitirse las habitaciones extra para Braulio, el mayordomo y Frida, la simpática niñera bávara.

En mi mente, este tema es la razón de incontables análisis lógicos. ¿Porqué un hombre, por lo demás buen padre y buena persona, se arriesga tontamente a ser sofocado durante la noche con un calcetín maloliente sacado de debajo del sofá? Normalmente yo empiezo a hablar del tema con calma, estoy verdaderamente interesada en entender qué tara genética le impide a uno distinguir si los platos del lavavajillas están sucios o limpios y porqué un ingeniero no es capaz de acertar con el programa de la lavadora. A veces empiezo un experimento para averiguar el número total de días que le lleva a este homo sapiens darse cuenta de que hay una pera podrida en el fondo del frutero o las bolsas de basura que puedo llenar hasta que se decida a sacarlas, pero todas estas cosas acaban siempre de la misma manera: conmigo gritando y con él diciendo que no entiende mi cabreo, si la semana pasada sin ir más lejos sacó por lo menos diez bolsas de basura. Me gustaría ir a terapia de parejas e indagar con calma, pero aquí en Bavaria, ya le veo al sicólogo dándole la razón a él y a mí necesitando un abogado criminalista.

Se me ha pasado por la cabeza que simplemente haga las tareas mal a propósito y en ocasiones se le vaya de las manos. Como cuando vistió a la niña con una sudadera y unos leotardos (y ya), como cuando antes de irnos a España le pedí que vaciara el frigo (cuando llegamos olía a podrido desde la escalera), y la última, cuando el mayor se cagó por todo el baño y lo limpió con papel higiénico, así un poco por encima, como si se le hubiese caído el rocío de unos pétalos de rosa de camino al dormitorio. Cuando entré con la fregona y el detergente, a limpiar mierda de la taza, el suelo, y hasta la bañera me dijo que por lo menos podría decirle "good job" y que había metido la ropa en la lavadora, que la dejaba así por si quería meter algo más. ¿Mis pañuelos de seda, perhaps? Y sobre todo ¿good job? En el caso que nos ocupa no te digo que "me cago en tus muertos" porque lo último que necesito es pensar en más cacas.

He probado a ejercitar pequeñas venganzas, como dejar de lavar su ropa o más recientemente meterle los calcetines que encuentro en el bolsillo del abrigo, pero he subestimado su tolerancia a la falta de higiene, y sobreestimado mi tolerancia a pasar sobre una pila de calzoncillos sucios para entrar al dormitorio. De los calcetines en el abrigo no he oído nada y sospecho que o bien no los ha encontrado, o bien le ha parecido algo natural y lógico.

En fin, que me parecía un tema sin solución hasta que mi maridito me ha hecho entender que el problema es que no estoy enfocando correctamente las cosas. Esto ha sido después de la última bronca, desencadenada porque está curando su resfriado en la mecedora con su té y su ordenador y yo estoy sin dormir, con la niña colgando, una teta fuera la mitad del tiempo y recogiendo cosas que llevan una semana en el suelo, desde que mi marido las dejó allí y yo decidí dejarlas donde estaban para probar la hipótesis de que la retina de mi medio knedliky no ha encontrado una ventaja evolutiva en distinguir objetos pequeños sobre un suelo de parquet y son invisibles para él. La bronca se ha desarrollado en la dirección habitual "estoy harta de que no pongas de tu parte" "siempre encuentras algo para cabrearte" "siempre HAY algo cabreante" "ayer sin ir más lejos bajé la basura" "te dejaste la mitad" "hice dos viajes" "si la tiraras más a menudo no te harían falta tantos viajes" "Además estoy enfermo" "cuando dejaste estos calcetines aquí no lo estabas" Lo típico. 

El caso es que después de una pausa me dice "el problema no es que yo me deje los calcetines tirados, el problema es que no te gusta nada limpiar" ¡Claro que sí! ¡Eso es pensar out of the box! No le falta razón. Si a mi me gustara limpiar no tendríamos problema alguno. He sacado un termómetro de estos que se ponen en la frente. 37 grados. No está delirando, no.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Un post muy largo y muy personal

Mirando a mi hija me he quedado pensando que, ya que no se nos permite vivir varias veces, la naturaleza podía por lo menos dotarnos con la capacidad de entender, cuando somos adolescentes, lo que hay de verdad en los consejos que nos dan los que han vivido más que nosotros.

Es imposible, claro. Eso es lo que pensaba. Que algún día mi niña adorable tendrá dieciséis y cualquier consejo que le pueda dar será en el mejor de los casos ignorado, en el peor, utilizado para hacer justo lo contrario porque "mi madre no me entiende, tía" y "se ha quedado en el año dos mil y los tiempos han cambiado... tía (o Kumpelin, o lo que quiera que se llamen una a otra las crías en el país donde resida dentro de dieciséis años)"

Es verdad, que ni soy una experta en parejas, ni sé nada del año 2032, pero la evolución es un proceso lento, uno puede estar bastante seguro de que hay cuatro cosillas que no van a cambiar rápidamente. Por ejemplo los hombres.

No me gustaría caer en lo que fue el grueso de la educación sexual en mi generación. "Los hombres son unos cerdos. No te quedes embarazada". Eso es como decirle a alguien que se va de viaje a un país exótico y en su cabeza no ve más que el Taj Mahal que el destino es un foco de infecciones lleno de criminales. Uno debería apuntar a ese punto medio perfecto donde se disfruta de un país absolutamente increíble sin seguir ciegamente al primero que que propone ir a visitar una fábrica de artesanía local.

Por si sirve de algo, esto es lo que he aprendido.

Para empezar, las abuelas suelen decir "que te quiera, hija, que te quiera" y tienen razón. Es lo mínimo que se puede pedir.

Lo malo es que todo el mundo miente. Aunque no querrás oirlo, habrá quién te haga daño, Saber quién y cuándo lleva en general años y años de práctica. En cualquier caso, más de dieciséis. ¿Mi consejo? No te fíes sólamente de tu propia intuición. Escucha a tus amigas, a la gente que te quiere. Hay personas con una sensibilidad especial para detectar cabritos. Yo tengo una amiga que es mi brújula personal. Un "este me da mal rollo" viniendo de ella me hace disparar todas las alarmas.

La gente no cambia. Bueno, sí. Pero en situaciones muy excepcionales, en casos de vida o muerte, o cuando no le queda otra opción. Si te enamoras de un chico tacaño, lo más probable es que algún día te encuentres en la cola del súper teniendo una discusión porque te has dejado los cupones para los pañales en casa. Cuando te casas con un chico desordenado (de esto sé yo mucho), firmas que tu hogar, nunca, jamás, se parecerá a los de los catálogos de muebles, y si tu novio es del tipo diamante en bruto, no importa cuanto lo pulas, algún día, en alguna cena con amigos del club de teatro preguntará si alguien ha visto Transformers 7. Todo el mundo tiene defectos, pero piensa que ese despistado adorable se transformará en esa cruz de hombre la primera vez que se olvide de recoger al niño de la guarde. ¿El tuyo no tiene defectos? Pregunta porqué lo dejó con su última novia.

El dinero no importa. Es verdad. A los veinte no tiene ninguna importancia. ¿Sabes por qué? Porque todos vosotros tenéis la posibilidad (unos más que otros, eso también es cierto) de acabar siendo millonarios. Después empieza a importar un poco más. A partir de los treinta deberías evitar siempre estar con alguien que tenga serios problemas en su vida profesional. No me refiero a ese ingeniero electrónico que está harto de programar en Java y preferiría encontrar un puesto de integrador. No hablo de ese músico que gane una mierda o no, está satisfecho con su trabajo y no lo cambiaría por nada. Me refiero a gente que va dando tumbos de un trabajo a otro sin ton ni son, a supuestos escritores con más ego que publicaciones, a gente que directamente evita el trabajo como la peste. ¿Que puede que el día de mañana sean los que manden a Google a la quiebra? Sí, pero es improbable. Muy improbable. ¿Sabes lo que es más probable? Que acabes siendo la muleta financiera y psicológica de un hombre frustrado que en el peor de los casos te echará en cara tus propios éxitos.

Cuando los padres indios le buscan una pareja a sus retoños se aseguran de que tengan la misma edad, los mismos estudios, religión, que sean del mismo estrato social y hasta que tengan el mismo apellido. Y funciona. No puedo dar fe de las ventajas del arreglo, pero sí de los inconvenientes de liarte con alguien diferente a tí, empezando por el hecho de no poder hacer chistes sobre Oliver y Benji. Es como mudarte a otro país. Al principio es divertido, interesante y exótico, pero puede que a la semana te hayas cansado de comer goulash y aprender declinaciones. Siempre me he alegrado mucho de que en otras cuestiones como edad, estudios, y religión, mi media naranja y yo vayamos a la par. Suficiente tengo con explicarle que cuando mi hijo grita ¡Jamás! no está invocando una organización terrorista, sólo me faltaba que mi marido formara parte de dicha organización.

Hablando de padres indios, éstos saben bien que cuando te casas con alguien, te casas también con su familia. No digo que rechaces a un candidato porque su madre es una bruja. Pero piensa que es muy probable que tengas que pasar una cantidad de tiempo más que considerable con dicha bruja. Ignorarlo es como taparte los ojos para no ver que un mono rabioso te está royendo los calcetines.

Ahora, resulta que has encontrado un candidato ideal. Un hombre trabajador, con defectos soportables, al que se puede llevar a cenas con amigos y además resulta que está huérfano. Puedes hablar horas con él, te hace reír y te adora. Pero físicamente no te atrae ni mucho ni poco. ¿Lo aceptamos? ¡No! Estamos buscando una pareja, no un compañero de piso. Si acurrucarte con él, aunque sea para ver una película, no te despierta mariposas en el estómago, no nos vale. No hay ramos de flores en el mundo, ni habilidades manuales que puedan compensar la falta de ese sentimiento.

¿Encontrar tu media naranja te parece una tarea imposible? No me extraña, es una idiotez. La media naranja no existe. Hay un pequeño porcentaje de hombres en el mundo con los que puedes ser feliz. O visto de otra manera, que hay muchos peces en el mar. Una vez que escoges al tuyo, hace falta mucho tiempo y trabajo hasta que pasa de ser un atractivo besugo a convertirse en el amor de tu vida.

Me imagino que eso choca con tu idea del amor a los dieciséis. Déjame adivinar. Empieza con una mirada a los ojos, con la que ya sabréis que estáis hechos el uno para el otro, continúa con días de dicha indescriptible, sobrevive diversos dramas con reconciliaciones tan llenas de lágrimas y mocos que podrían infectar un pequeño país como Luxemburgo, y si no acaba por tu propia voluntad sabes que jamás, nunca, encontrarás un amor igual. Bien, cuando quieras eso lee a Jane Austen. Empápate bien de drama. Y después, sal a por tequilas. Repite conmigo "No quiero dramas". Si eliges a un hombre que llora o grita porque te olvidas de llamarle un fin de semana, no creo que la relación sobreviva el día en que te olvides la bolsa de pañales y necesite sangre fría para improvisar algo con una camiseta.

Ahora que sabes todo lo que yo sé no te queda más remedio que salir ahí fuera y meter la pata todas las veces que haga falta, enamorarte de imbéciles y exponerte a que te rompan el corazón. Me encantaría ahorrarte todo eso pero aunque pudiera, no te haría ningún favor. Es como si te llevara en un jet privado a las puertas del Taj Mahal. Ésto igual me lo tienes que recordar tú, dentro de dieciséis años, cuando me toque pasar las noches en vela pensando que una de estas aventuras te pueden robar el pasaporte.

Ya lo estoy oyendo "tía, mi madre piensa que la gente todavía necesita pasaporte para viajar".

lunes, 15 de febrero de 2016

Cursillos

Cuando nació el diccionario trilingüe y disfrutaba de mi generosa baja centroeuropea el único cursillo que hice fue un intensivo de alemán, que era lo que más necesitaba en ese momento para entender por lo menos el correo que nos llega al buzón (mira que mandan cartas estos alemanes) y que mi media naranja acumulaba sin leer en la mesilla del hall "necesitamos datos para renovar su tarjeta sanitaria" "le recordamos que todavía no nos ha mandado sus datos" "su tarjeta sanitaria va a caducar" "puede tirar su tarjeta sanitaria a la basura" "Looove, ¿tu tarjeta sanitaria está bien? Me han dicho en el hospital que la mía no funciona".

Ahora, con la traductora de bolsillo resulta que la guardería del Bildungszentrum a quién debo todo mi conocimiento de alemán ya no acepta niños menores de un año. Peeero, cuando Núremberg te cierra una puerta te abre una ventana, y resulta que todo este tiempo, al ladito de mi casa, se han venido haciendo cursos de masage con bebés, yoga con bebés, gimnasia con bebés, natación con bebés... Sí, me he vuelto loca y me he apuntado a un poco de todo.

En el curso de masaje con bebés sólo hay madres primerizas, sospecho que porque todo el conocimiento que vamos a adquirir se puede resumir en un folio por las dos caras. Se nota primero en las expectativas. Las mamás primerizas esperan que el masage va a tranquilizar a los cachorritos, va a quitarles los gases, van a dormir mejor... Yo veo la clase como una excusa estupenda para quitarme el pijama los miércoles y pasar un ratito agradable las dos oyendo todo lo que hay que saber sobre el aceite de jojoba. Los otros bebés son todos más jóvenes que la mía, porque una madre primeriza se apunta a los cursos el día siguiente al parto, pero son enormes y lustrosos. No voy a hacer un comentario sobre los genes alemanes y meterme en arenas pantanosas, pero lo cierto es que me sorprendió. Pregunté a la chica que estaba a mi lado, "¿cuánto pesó el tuyo?" y me respondió "pesó tres kilos ochocientos veinte, midió cincuenta y seis centímetros, y la circunferencia de la cabeza fue de treinta y cuatro coma cinco" "y es el primero, ¿verdad?" "verdad".
A veces la profesora hace preguntas, y aquí uno observa también alguna diferencia. "el mío tiene once semanas" "la mía nueve" "el mío quince" y yo "la mía cuatro meses" y la profe, "o sea, dieciseis semanas" "Sí, por ejemplo", ¡qué más da! "Yo lo baño con leche materna y una cucharada de aceite, yo solo con agua,  yo solo con leche, ¿yo? Yo con agua y jabón, pero ya entiendo porqué todas las sacaleches de la farmacia están alquiladas". Lo importante es que a mi futura intérprete de la ONU le encanta el tema. Se pasa el masaje retorciéndose en pelotas sobre la colchoneta y riéndose como una loca. Muy buena inversión.

Luego estoy en el curso de Rückbildung, o de Beckenbodengymnastics, que debe ser lo mismo o igual no. Hubo una larga disquisición el primer día de clase sobre el tema que no escuché porque 1) me importaba un comino y 2) estaba disfrutando por primera vez del uso en exclusiva de mis dos manos y mis dos pies. Por eso me apunté a este curso en concreto "sin niños" "ohne Baby" decía la descripción, cosa casi surrealista en Alemania. "¡Ah!, ¡pues en mi curso me puedo llevar al niño!", me decía una amiga primeriza, y yo "no, no, no me entiendes" "¡que no quiero llevármela! ¡Que esta hora y media es para mí! ¡Para mí sola!".

Y es que en este curso es importante concentrarse, a juzgar por los diez minutos de charla que le dedicó la profe a una participante que no habla mucho alemán. Que quizá no fuera capaz de seguir el curso, que ella no tenía tiempo de traducirlo todo, que a ver como iba la cosa... Yo no podía dejar de pensar que en ese tiempo podía haberle explicado todo lo que hay que saber. Porque está muy bien dibujar los músculos pélvicos en el suelo con gomitas azules, es estupendo ponernos en círculo a palpar donde acaba el hueso de la pelvis (sí, ahí mismito) y la caracola que se trae para poner en el centro de la sala sin motivo aparente es muy agradable, pero una vez en materia, es fácil coger el tranquillo a la cosa, sobre todo cuando los ejercicios van acompañados de descripciones pintorescas como que imaginemos que tenemos un pincel en el culo o que atrapamos moscas con... Claro que, mi alemán tampoco es para tirar cohetes, y puede que nos esté diciendo algo totalmente distinto, pero de cualquier modo me lo paso bien. Además me gusta porque todas las chicas de la sala están más o menos como estoy yo. Vamos, que a mi salud mental sólo le falta que me ponga a dar saltos enfrente de un espejo al lado de una tipa que pese diez kilos menos que yo y tenga un mínimo de coordinación.

Así, motivada por estos pequeños éxitos, me he apuntado a otro cursillito en Abril. El único problema es que el poco vocabulario que estoy aprendiendo no parece tener mucho uso fuera del aula. Pero si algún día me encuentro en medio de una conversación sobre el aceite de almendra, o el suelo pélvico de alguien, estoy más que preparada.

jueves, 4 de febrero de 2016

Carnavales

Mi marido está disfrutando los últimos coletazos de su baja paternal (parte 1). Esto significa pasar tiempo con su hija en brazos mientras ve series en Netflix o juega con la tablet y ocasionalmente hace la cama. Nada que objetar.

El caso es que estaba yo esta mañana sentada en la cocina buscando en Internet un disfraz para mi hijo. Quiere ir de gatito, y una se puede imaginar qué aparece en Internet cuando se teclea "Katze Köstum". En ese momento entra mi maridito con la nena y me pregunta "¿qué haces?" "Buscar un disfraz de gato", le respondo. "¿Para ti?" Me dice, agradablemente sorprendido, mirando la pantalla. ¿En qué circunstancias, querido mío, para qué evento, necesitaría yo ahora mismo vestirme de gatita golfa? "No, cariño, para tu hijo", respondo, enseñándole un disfraz que había preseleccionado. "Uf, ¡pero ese es muy aburrido! ¡Déjame a mí! ¡Coge a la niña!".

Así que le dejo el ordenador, me cuelgo a la enana cual canguro, y como a los cinco minutos se queda dormida como un tronco, me pongo a preparar la comida. "¡Mira! ¡De gato con botas! Mucho más original" "Cariño, ese disfraz cuesta treinta euros y no tiene orejas ni rabo. A tu hijo no le va a gustar". "Bueno, podemos hacerlo nosotros. Necesitamos unas botas, un sombrero..." A mí se me ponen los pelos como escarpias de pensar en disfraces caseros. Me recuerda la vez que se me ocurrió grapar los elementos del disfraz, porque el hilo no aguantaba. ¡Como pican, las malditas grapas! "Si lo haces tú, ningún problema", le respondo.

Total, que estoy a lo mío, y mi marido mira el precio de botas y sombreros. Cuando a los diez minutos me vuelvo a dar la vuelta, me doy cuenta de que estoy pelando verduras, con la niña gritando en la mochilita, mientras mi marido está viendo dibujos animados del gato con botas. ¿Cómo he llegado a esta situación? Bueno, por una vez sabemos exactamente cómo.

Y aquí, amigas, es cuando ser una madre y esposa experimentada te ahorra futuros dramas. ¿Qué hice? Dejé el cuchillo en la encimera, me desabroché la mochila, le puse la niña en brazos a mi media naranja, cerré la página con los disfraces de "gatita sexy" y su idéntica (increíblemente sexista) versión infantil "gatita dulce", me fui al Müller y compré cuatro orejas de gato. Para toda la familia, incluida la traductora de bolsillo. Plis, plas, asunto solucionado.


viernes, 29 de enero de 2016

Por suerte, todo ha sido un susto

Mi media naranja disfruta los últimos días de la primera mitad de su baja paternal. Su baja ha consistido en unas semanitas en su pueblo checo con la familia y amigos, otros diítas en España con los niños y yo y, para rematar como es debido, un fin de semana largo de hacer el cabra con amigos en los Alpes, de dónde ha llegado con un montón de ropa sucia, un moratón de unos cuarenta centímetros en la cintura y la realización de que si se da el golpe en otro sitio se podía haber matado.

Estas cosas a uno le cambian. De pronto la sufrida esposa obtiene llamadas todos los días para ver qué tal está, "I love you"s cada dos por tres, y una actitud muy positiva a las tareas domésticas. Nos ha durado dos días, esto. Ayer ya estaba diciendo que quería comprarse unos esquíes nuevos, y como si fueran unas palabras mágicas, se acabó el poner voluntariamente la lavadora.

El caso es que a mí, que se me da de fábula inventarme historias y preocuparme por hipotéticos, aunque poco probables escenarios, lo último que necesito es que me den una razón. Ya hago yo cosas idiotas en mi día a día. Por ejemplo hacer volver a mi hijo a casa después de dos minutos en el museo de trenes porque no puedo dejar de pensar que me he dejado la plancha encencida, y me imagino mi casa en llamas, y pienso en mi pobre vecina, que si le pilla en el edificio con lo mayor que está, y si tenemos algún seguro y si en la empresa de mi marido se haría una colecta, porque la mía apuesto que no, y que acabaría con depresión, y nos divorciaríamos porque nunca me podría perdonar no haber vuelto del museo de trenes para mirar la plancha (que por supuesto estaba apagada). O de camino a una cena me pongo a espiar el facebook de la nueva babysitter porque de pronto se me ha ocurrido que podría estar compinchada con una mafia robaniños y en el momento que salga por la puerta puede dejarles entrar y de repente un camión de mudanzas en mi calle y un perfil lleno de selfies me parecen muy sospechosos.

Si hace falta poco para preocuparme, cuando le vi aparecer con un moratón del tamaño de una berenjena de concurso, "sácame una foto", me dice, no me hicieron falta ni diez minutos para ponerme a pensar en la que nos caería encima si se me muere en mitad de la noche de una hemorragia interna. Y cuando digo que lo pienso, no pienso sólo en que sería horrible que a mi media naranja le pasara algo. Pienso en detalles como qué haría si se quedara en coma, si el billete de su madre para venir a despedirle sería en tren o en avión, si me mudaría a España, y en ese caso tendría un niño trilingüe y una niña monolingüe, pienso en cómo explicarles estas cosas a los niños, me imagino en unos años apuntándome a Tinder y pienso que quizá nunca volviera a tener sexo

-¿Cuando vas a ir al médico?
-Mañana
-De mañana, nada, ahora mismo te vas al hospital. Te llamo un taxi

O sea, que eso era la familia. Tus paranoias multiplicadas por el número de miembros bajo el mismo techo. Muy bien.

lunes, 25 de enero de 2016

Viaje con niños

Antes de tener hijos yo era una viajera bastante profesional. De las que meten en la maleta lo justo y calzan zapatillas de deporte para que nada las detenga en el control de seguridad. De las que no hacen cola en la puerta de embarque, ni se levantan en cuanto el avión toca tierra, ni mucho menos aplauden cuando el piloto realiza la proeza de aterrizar sin matarnos a todos.

Ahora viajo con dos niños. Y hay cosas que ya no sirven. Por ejemplo el viejo mantra cartera-pasaporte-billetes (actualizado a cartera-pasaporte-teléfono) ahora es cartera-tres pasaportes (comprobar semanas antes que aún son válidos)-teléfono-pañales-agua-ropa de recambio-portabebés-chupete-libro de Gerónimo Stilton o entretenimiento similar-bolsón medio vacío para meter guantes, gorros, bufandas y chaquetas en el aeropuerto-escapulario de la santa virgen de las Angustias para rezar por que ningún niño la prepare parda.

Antes, cuando iba a España viajaba con una maletita mediana, que se transportara bien, pero se pudiera rellenar de jamón y zapatos nuevos a la vuelta. Ahora tengo que meter ropa para tres en una maleta de la que pueda tirar con una mano mientras empujo el carrito con la otra. Esto me deja espacio para unos vaqueros y un detalle para mi hermana, a la que robo hasta la ropa interior de su armario en Valladolid. Siempre solía meter un vestidito mono y unas medias, para salir alguna noche. Ahora me descojono de pensarlo. Y luego lloro. ¿Queda sitio en el bolsón para el ordenador? Va a ser qué no.

El control de seguridad que antes cruzaba grácilmente ahora me hace pensar en un puente sobre el averno custodiado por trolls. El de Barajas es un poco peor. En Munich son amables, tranquilos, y te ayudan a desmontar las ruedas del carro que, nunca, nunca cabe, porque fue Herodes mismo el que diseñó las máquinas de rayos X de los aeropuertos. ¿Señorita, puede levantar el pie? ¿En serio pretende que me ponga a la pata coja mientras tengo un bebé en brazos? Venga, va, le sujeto a la niña. En Barajas siempre hay una cola demencial, y para hacer las cosas más fáciles han vestido de amarillo "relajante" a esa gente que te grita "¡ordenador, líquidos!", te pasa decenas de bandejas de plástico, te secuestra los biberones y te obliga a quitarle las botas al niño, no vaya a haberse escondido la Kalashnikov de un Playmobil. ¿Qué tengo que hacer para convencer a Barajas de que no soy una terrorista? ¿Quieren una muestra de orina o algo? Porque yo se la doy encantada. Como mi hijo, que una vez no se aguantó la cola y se meó en el control de seguridad.

Que a lo mejor Barajas no sabe que nos está puteando, oiga. La gente puede ser muy hija de puta sin darse cuenta. Amiga con progenie, si cuando iba sin críos alguna vez te pasé por delante en un andén de tren con la maleta, mientras tú peleabas con tus bultos soñando con convertirte en pulpo, o peor aún, te dediqué un "¡qué bebé más mono!" al pasar, en lugar de echarte una mano para subir, si cuando estabas en el pasilllo del vagón, tratando de recomponerte y jugando al tetris mental con el carrito, te dije "pasooo" camino de mi asiento, si cuando estabas desmontando y plegando el carrito antes de entrar al avión, con pañales, abrigos, y bolsa de viaje desparramados por el sueño y tu hijo dando la coña pasé esquivandote (no sea que el avión fuera a irse sin mi) y luego encima te corte el paso en el pasillo mientras colocaba mi maleta, si cuando llegabas con tu prole al metro te hice entrar la última y tuviste que lanzar niños y carrito en el vagón a lo bestia, y no tuve la decencia de cambiarme de sitio con tu hijo para que no fuera chillando "¡mamá, mira!" desde el otro lado del vagón, si me metí en el ascensor del metro porque alguna tara mental me impedía usar las escaleras y te tocó esperar, si tu hijo se meaba "¡ya, mamá, ya! y no te dejé paso en el baño, si fui uno más de esos bultos con que tuviste que lidiar estilo huída del apocalipsis zombie mientras tratabas, en el medio de transporte que fuera, de llegar a la puerta, lo siento. Entendería que me hubieses mentado a la familia. No puedo cambiar el pasado pero puedo proponer que se haga un simulacro de viaje con niños en los institutos. Como método anticonceptivo. Así las cosas, cuando te encuentras con ese señor que te deja pasar en la cola del bar, y esa señorita que se sienta a tu lado en el vuelo y te entretiene al niño, te dan ganas de abrazarlos como si fueran familia.

Cuando era joven una vez me quedé dormida en la puerta de embarque. Esto ahora es imposible que me pase. La última vez, cuando quedaban cinco minutos para embarcar, con la niña tranquilita y el niño haciendo pasatiempos, e ilusa de mí pensé que tenía la situación controlada, se desencadenó la tormenta perfecta: Primero se cagó la niña y se puso a gritar. Agarré niños y bultos y corrí en una dirección cualquiera buscando el servicio con cambiador de bebés más cercano mientras se oía por los altavoces "el vuelo a Madrid tiene overbooking, si no le importa quedarse en tierra... etc". Mierda y mierda. No encontraba el cambiador y no podía arriesgarme a pasar las vacaciones sola, o peor, con la familia política. Gracias al cielo, con los años he desarrollado técnicas ninja para cambiar pañales y he perdido todo sentido de la vergüenza así que puse a ello en una esquinita discreta. Entonces el otro niño "mama, pipí". Tres veces mierda. Con el bebé a medio cambiar, pañal sucio en mano, y arrastrando niño y abrigos corrí, esta vez de verdad al servicio, y gritando a mi hijo en el baño "¡date prisa!", "mamá, tú siempre me dices que hay que hacer las cosas despacito", vestí a la niña, agarré abrigos y demás y llegamos justo a la puerta de embarque. Justo para ver que había que bajar un piso de escaleras hasta el avión y el ascensor estaba estropeado. El operario de Lufthansa me miró a la cara sin entender mis ojos de odio.

Antes, cuando me iba de viaje sóla me decían "pásalo bien". Ahora me dicen "hija, no sé cómo te atreves".

La perspectiva de unas semanas con babisitter jamón y gambas, que te da valor.