jueves, 9 de junio de 2016

Visita de la cuñada

Ayer por la noche, cuando ya estaba en la cama, mi media naranja se tumbó a mi lado, me abrazó y me susurró al oído “me he comido toda la tortilla”. Yo sonreí y le di un beso “te he echado de menos”.

No es que tengamos fetiches raros. Es que he estado unos días sola con su hermana que ha venido a hacer un curso de alemán, y que resulta que no come. Así como suena. No come.

A mí me gusta mucho comer. Soy como una anoréxica pero al revés. Ya puedo estar fondona como el “antes” de la publi de un gimnasio, que yo me encuentro estupenda. Las fotos, a veces, me devuelven a la cruda realidad, pero en seguida veo una tarta de queso con mermelada y se me pasa.

Mi cuñada se toma una especie de batido de proteínas por la mañana y ya está, ya no tiene que perder el tiempo masticando ni ensuciar platos. A mí eso me parece una aberración. ¡Con lo ricas que están las proteínas de un bocata de chorizo! Un momento. Pero y a mí ¿qué me importa lo que coma mi cuñada? Preguntará el lector. Pues normalmente, un bledo. Lo que pasa es que ahora está en mi casa y tengo que cocinar para el monstruito, ella, y yo, y entiendo la desesperación de mi madre al tener que tirar la mitad de la cena a la basura porque de niñas no nos gustaba el lenguadito.

La primera noche, sabiendo sus gustos, preparé una ensalada de pasta. Mi cuñada esquivó la salsa rosa y dijo que los cuatro macarrones secos y las dos tristes hojitas de lechuga estaban muy buenos (la cursiva la añado yo).

Al día siguiente, para que no vaya diciendo a la suegra que no sé cocinar, preparé un risotto para chuparse los dedos hasta la tercera falange. Ella apenas tocó lo que me imagino vería como una bomba de hidratos y grasas, se comió las sobras de la ensalada de pasta, y yo no me molesté en sacar la salsa rosa del frigo. Mi hijo dijo que el arroz puaj y el hecho de que yo me sirviera dos porciones de obrero de la construcción no impidió que la mitad de la cena acabara en la basura.

El fin de semana hice tortitas. Seis tortitas. No pude hacer menos, porque eso es lo que sale con un huevo, y no iba a andar partiendo por la mitad una yema de huevo. Mi cuñada rebuscó la tortita más pequeña, se la comió (sin sirope, ni nutella, ni gracia ninguna) y dijo que esa fritura de harina, grasa animal y azúcar refinada estaba muy buena. En lo que ella desmenuzaba una tortita yo me comí dos, con sirope de arce y plátano, y las sobras de la de mi hijo. Las otros dos, tras una breve oración y una lagrimita por mi parte, acabaron en el cubo de la basura.

Esa misma noche me poseyó el alma de una übermutter alemana y me dio por hacer empanadillas japonesas. Me quedaron tan bonitas que no podía dejar de sacarles fotos (juzgue, juzgue el lector). Mi cuñada me preguntó “qué buena pinta, ¿de qué están hechas?” y yo, visto el percal, le respondí “zanahoria, cebolla, pollo…” y según me alejaba y estaba ya casi en la cocina “y un porrón de queso”. En fin, esa noche las empanadillas se comieron. Cuando digo que se comieron, quiero decir que la mayoría me las comí yo, pero el caso es que no tuvieron que irse a la basura, que hubiera sido un crimen.

El fin de semana comimos fuera, y aunque ella dijo que no quería nada, a mí no me parecía demasiado correcto que mi hijo y yo nos pusiéramos morados mientras ella miraba. Decidí pedirme una ensalada para que así pudiera picar. Y picó. Cogió las cuatro rajas de pepino que estaban de decoración a un lado del plato y no habían tocado el queso de cabra y la vinagreta. Sí, por primera vez en mi vida me sentí culpable, gorda y sin fuerza de voluntad comiendo una ensalada.

Al día siguiente teníamos visita, así que me puse a hacer una tortilla, hojaldres y un pastel. “¿Haces una tarta?” Me preguntó mi cuñada. ”A ver qué tal queda, es una receta nueva” “Seguro que queda muy bien” “¿Quieres probarla?”. “No, es que a mí el dulce…”. Pues la tortilla no es dulce, bonita, estuve por responder. Y el hojaldre lleva el mismo relleno que las empanadillas que hace dos días te comiste gustosamente. Ahí estaba yo. Como una madre cualquiera, cabreada porque no se come la comida que pone en la mesa. Pero, ¿a ti qué más te da, tarada? Me dije a mí misma. Pero ¿por qué te pones así? Pues no sé por qué me pongo así. Sólo sé que al día siguiente saqué un pescado del congelador, lo metí en el horno veinte minutos. Así, tal cual. Lo acompañé de mala leche y un puñado de judías verdes de bote y le serví a mi cuñada una ración de pitufo, seca como una suela de zapato. Ella se lo comió encantada y dijo que ese batido de proteínas en forma sólida estaba muy bueno. Yo me fui a la cocina a buscar las sobras de la tarta.

Así que cuando por fin llegó mi maridito, nos vio sentadas enfrente de una ensalada de garbanzos, y dijo "voy a preparar unos filetes o algo, ¿no?" me dieron ganas de abrazarle, besarle, y pedirle que sacara también un poco de pan con queso. Y el chorizo. Y algún postre. Y una copita de blanco, para acompañar.

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