viernes, 8 de agosto de 2014

Relativizar

Ser madre te pone las prioridades en orden. Las características imprescindibles en una braga, por ejemplo: mona, sexy, divertida... de pronto cambian a: que se ajuste bien, que sea cómoda, duradera y de fácil mantenimiento (curiosamente lo mismo que se espera del novio cuando se vuelve padre). Una aprende a relativizar. Quizá en el negocio de salvar vidas y hacer el bien en general es distinto, pero para las que nos dedicamos a los powerpoints, aunque estemos fuera del horario del puesto de madre, una llamada de la guardería nos hace salir de la oficina dejando atrás a nuestra sombra, como un dibujo animado.

Ese pequeño monstruo sabe muy bien que es exactamente a los cinco minutos de empezar la conferencia de mamá cuando hay que hacer pis en el salón, gritar histérico lo más cerca posible del teléfono y amenazar con comerse los imanes de la nevera. Por eso una madre astuta sólo acepta reuniones en casa cuando sabe que puede manejarlas con el teléfono en "mute y loudspeakers", porque en cualquier momento va a tener que calzarse unos guantes de goma o repartir unos azotes. Una madre astuta y experimentada tiene la calma suficiente para colgar el teléfono y echar la culpa a un error de conexión. Las prioridades...

Peinarse, depilarse. No prioritario. Pintarse las uñas, no me hagas reír. Comprarse ese jarrón de cristal de Murano o un colador nuevo, nunca hubo una opción más evidente. Hay veces en que preferirías que tu marido te pusiera los cuernos si dejara de abandonar los calcetines sucios en el sofá. Sí, tal que así cambian las prioridades.

Conste que no me quejo. Una tiene que aprender a relativizar porque, amiga, las cosas siempre pueden ponerse más negras. Suerte que el día que salí a la compra con unas medias de pelo natural no me encontré a nadie, suerte que alguna vecina pija no se sentó sobre los calcetines. Una madre experimentada es lo más zen que te puedes echar a la cara.


Hay que relativizar porque el peque te pone en situaciones que superan con creces tu imaginación. Vomita en el coche de tus amigos solteros, esos de "niños-no-gracias", te roba el teléfono y llama a tu jefe e insiste en mear en las macetas. El otro día al recoger a Daniel tuve la desfachatez de pararme cinco minutos para llamar a un compañero de trabajo y decirle que le mandaría un powerpoint por la noche. Cuando me di la vuelta para mirar a mi hijo tenía los pantalones bajados y estaba cagando en la puerta de la guardería. "Tengo que colgar, parece que me reclaman", dije. Subí los pantalones al niño, lo metí en el carrito, recogí la mierda y me fui del lugar de los hechos sintiéndome afortunada hasta el infinito por tener a mano una bolsa de plástico.