miércoles, 6 de mayo de 2020

Y de repente, nos damos cuenta

Mis hijos vienen del mismo sitio. Y las palabras salen de su boca en el mismo idioma (una mezcla de alemán y español con el ocasional “tati” o “prosim”), pero por lo demás, es como si uno se hubiera criado en Islandia y el otro en el Congo. Y yo en Villafranca de los caballeros. Me explico.

Si echas una bronca a mi hija, probablemente comience a llorar casi de inmediato. Se ofenderá, puede que se encierre en su cuarto, gritará “¡ya no eres mi Freund! ¡Nunca más! ¡Papáááá! ¡Papáááá!”
¡Oh, el drama!

Mi hijo, sin embargo, te mirará como si la historia no fuera con él, si es que te mira siquiera. Puede que haga muecas. Desde luego, no tendrás ni idea de si las palabras se han posado en algún hueco en su cerebrito. ¿Qué está pensando? ¿Qué se le pasa por la cabeza? Ni idea.

Intento razonar, explicar, argumentar… da igual. Así que, siendo una persona sensata como soy, empiezo de nuevo con argumentos, explicaciones, y gritos. Sí. También gritos.

Pero el otro día sucedió algo excepcional. Trataba de hacer entender a mi hijo, con nulo resultado, que, en una familia, en cualquier sociedad, necesitamos ayudarnos los unos a los otros. Que lo que él hace, repercute en los demás, y que, si los demás no hicieran lo que hacen por él, no podría sobrevivir, y, esta vez, alabado sea el gran unicornio, mi hijo lo entendió.

Por cierto, que el detonante de esta improvisada clase de ética fue la negativa de mi hijo a ponerse una mascarilla para entrar en las tiendas. “Es ridículo”. “¿Las vacunas son ridículas? ¿Los impuestos son ridículos? ¿Tus padres son ridículos? Ahora vas a pensar y escribir diez situaciones en las que hacemos cosas, no por nosotros, sino por los demás. Mira, hasta este castigo te lo pongo por ti, y no por mi. Y ahora tengo que irme a hacer la cena. Si no la hago, ¿qué vas a comer?

Ahí el monstruito levantó la cabeza, que tenía en la mesa, encima del papel en blanco. Me miró como si se le hubiera iluminado el mundo. Ese cerebro opaco y misterioso, de repente era tan fácil de leer como un letrero luminoso. ¡La cena, claro! Si mamá no prepara la cena, me voy a la cama con hambre.

Da igual el idioma, a veces es imposible entender a los hijos. Y a veces es imposible que las palabras lleguen donde tienen que llegar. ¡Qué demonios! A veces es imposible entendernos a nosotros mismos.

Un día después de este intercambio tuve mi propio momento ¡aha!

Me puse a pensar en todas las decisiones que me habían traído hasta aquí. En particular en una de ellas, ese momento en que decidí mudarme a Praga. Intenté recordar porqué me fui. No fue por necesidad, podía haber encontrado fácilmente un trabajo en Madrid. La verdad es que no tengo ni idea de qué se me pasó por la cabeza. ¿En qué estaba pensando mientras hacía las maletas? No podría hacer algo así ahora mismo. Y puedo imaginarme a mi madre hace veinte años tratando por todos los medios de meterse en mi cabeza. Pobre.

Mi madre no gritaba, pero estoy segura de que argumentó, preguntó, y trató de llegar a mi de algún modo. Probablemente ella tenía una intuición más clara que yo de lo que podría pasar, esto es, que llegado el día, durante una pandemia, estaríamos separadas por miles de kilómetros. Porque las madres lo saben todo.

Pero no le hice caso, agarré las maletas y me fui de aventuras. Y no me arrepiento. Pero la entiendo. Como si las madres, todas, vinieran del mismo sitio. Algún pueblo en España. Un sitio con sol, preocupaciones, y un suministro interminable de pañuelos de papel y tupperwares llenos de lentejas.






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