miércoles, 4 de diciembre de 2013

Preocupaciones

Estoy a punto de escribir algo terrible. No me lo tengáis en cuenta. Hay días que duermo poco. Estoy a punto de mezclar las páginas de sucesos, la maternidad y el budismo como sólo puede hacerlo alguien que sabe que no la lee ni su padre (literalmente, hasta ahora no le he dicho nada de mi blog).

Pues eso, que estaba yo leyendo las páginas de sucesos cuando me di cuenta de que las noticias relacionadas con niños me producen una o dos de estas reacciones:

-Pensar que por muy rocambolesca que sea la historia le puede pasar a cualquiera
-Un encogimiento de tripas y malestar general que me impide a veces pasar de la entradilla

Ser padre ejercita la empatía. Empatía por la madre que se olvidó a su hijo en el coche, por el padre que se fue un segundo a la cocina cuando el desastre ocurrió. Porque ninguna madre me negará que no perder de vista al niño ni un instante es imposible. Y que lo que los niños hacen con un instante es inimaginable. Que levante la mano la que haya tenido que salir del baño con las bragas en los tobillos al oír un golpe seco en el salón, la que haya cerrado los ojos un segundo y cuando los ha abierto ha encontrado a su retoño a punto de hacer puenting desde lo alto de la mesa del comedor, la que haya sacado papel, monedas, plastilina, jabón o restos de comida de la semana pasada de la boca de su angelito, y que la vuelva a levantar la que haya desistido del intento tras un mordisco con un "eso le estimula las defensas".

Ser padre es confiar en el ángel que tienen asignado los niños para que cuando tu hijo se cae del columpio sólo se pele las rodillas, para abrir la ventana de la habitación dónde tu marido lo ha encerrado accidentalmente y para recordarte las virtudes de la misericordia cristiana y que no le dejes el culo morado cada vez que mete el pie en el orinal, se revuelca por el barro gritando para que no le pongas las manoplas, roba golosinas del súper y echa a correr riendo o te tira un vaso de zumo encima tras decirle veinte veces "para quieto, que se te va a caeeeeer".

Ser padre es convertirse en un ser desequilibrado que pasa en segundos de morderse la lengua para no decir alguna burrada a ese pequeño hijo de la gran puta a comérselo a besos y llorar de emoción porque sólo pensar por una milésima de segundo que algo malo pudiera pasarle te da escalofríos. Es llamar a tu madre una vez al mes y a tu babysitter cada dos horas. Es mirar mal a los que fuman en el restaurante mientras tu vástago decora con espagueti el tapizado de los asientos. Es comparar las ofertas del súper y luego comprar huevos kinder como para hacer una tortilla.

Los monjes budistas saben lo que se hacen. El no desear nada es lo que te da felicidad, y yo añado, el no tener familia es lo que te da la paz de espíritu. Tener familia, tener hijos, es todo lo contrario. Es tener miedo cada segundo porque en el camino a la guardería pasan coches, bacterias, y maleantes (creo que en Núremberg uno ve en su día a día el mismo número de maleantes que de bacterias). Ser madre es preocuparse por un viaje en coche, porque el niño no ha comido, o ha comido mucho, porque el descerebrado de su marido le deja jugar en fuente del parque, por las hormonas del pollo, por los terremotos y los ciclones. Por extensión, una madre también se preocupa por el descerebrado de su marido, porque limpiar vómito juntos es una cosa que une mucho.

Y lo que tiene delito, lo que comprensiblemente es incomprensible para el resto del universo, es que puestos a elegir, una es lo suficientemente masoquista como para decir que a pesar de la preocupación, el mal cuerpo, y la posibilidad de aparecer en las páginas de sucesos, no cambiaría a esos dos por nada del mundo.

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