miércoles, 25 de julio de 2012

Fijando límites

Mi hijo se ha convertido en un pequeño salvaje. Trepa por las mesas, arranca los cables, después de lavarse las manos las pasa por el asiento del water, se va corriendo desde la cocina al salón para escupir la comida en la alfombra, y el único momento en el que quiere abrazar a su madre es cuando su madre está vestida para salir y él tiene la cara y las manos llenas de tomate.

Es la edad, claro. Es comprensible. Es incluso simpático. Pero eso no quita que me entren ganas de mandarlo por correo con su abuela hasta que se civilice. Los libros dicen que, con mucho amor, hay que explicarle que lo que hace está mal, y tratar de distraerle con otra cosa. Calculando que "otra cosa" sirve para distraer a este niño una media de dos minutos, necesitamos treinta juguetes/distracciones por hora. Eso son unas trescientas distracciones por día, lo que desgraciadamente sobrepasa con creces mi inventiva. O bien se le saca de paseo al parque, donde perseguir perros y palomas logra mantenerle ocupado incluso más tiempo que cambiar el programa de la lavadora y repartir los juguetes entre el inodoro y el lavavajillas. Pero ¿y en invierno?

Así que, de acuerdo con los libros, mientras mi hijo está entretenido desmantelando el mecanismo de la calefacción y probándose mi crema para la celulitis debería intentar dialogar con él. Y lo hago. El diálogo va así.
-¡NO! ¡Eso no se hace!
-Jajajaja. Jijijiji. Juas, juas, juas, je je je je

Yo creo que el cabroncete aprovecha para hacer maldades porque sabe que va a llegar un momento en el que van a pasar una de estas dos cosas.
-Va a aprender a hablar y no va a poder seguir finjiendo que no me entiende.
-Le voy a poner el culo morado a azotes, va a venir la Jungenamt y se va a liar.

Y entonces no va a poder volver a meter la escobilla del water en el cajón de las sartenes. Aprovecha, hijo, aprovecha.

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