jueves, 26 de septiembre de 2013

Un día en familia

¡Qué bonito es hacer cosas en familia! ¿Verdad? ¡Claro que sí! Por ejemplo, el último fin de semana de sol del verano lo pasamos en el zoo de Praga y fue estupendo.

El viaje en principio no tenía como objetivo que mi hijo se desfogara entre pingüinos y flamencos, sino que lo hiciera mi marido, con sus amigos checos y la cerveza a un euro. Es lo que tiene salir sólo con colegas del trabajo alemanes. La noche normalmente no acaba con exhibicionismo y abuso al mobiliario urbano, y con el tiempo uno echa de menos una juerga en condiciones.

En fin, nada que contar sobre la salida nocturna de mi media naranja, puesto que se quedó frito en el sofá a las once y ahí acabó todo. Por eso al día siguiente, frescos y descansados, decidimos ir al zoo.

Justo antes de llegar, Dani, que ha salido a su padre, se quedó dormido y Martin y yo afrontamos con estoicismo la perspectiva de una tarde viendo ciervos mientras empujábamos a Daniel, inconsciente en el carrito. Pero entonces... ¡el milagro! ¡La prueba de que el universo recompensa a los buenos padres que llevan a sus niños a ver monos! ¡Un festival de gastronomía al lado del zoo! ¡Y Daniel, insisto, como un tronco!

Sin perder un instante nos hicimos con dos ostras, dos copas de champán y un hueco en una mesa. Nos aseguramos que Daniel estaba a la sombra y nos gastamos todo el dinero que teníamos en una delicattessen tras otra. Disfrutamos la propuesta del Interconental, vieiras y biftec incluído, la mousse de té verde, y el chocolate con sal de Lindt... Es un efecto secundario de vivir en Alemania: pensando en lo que nos podría costar una cosa así en Núremberg no podíamos dejar de engullir marisco estilo pelícano. Llegado el postre y con Daniel todavía dormido rebuscamos en los bolsos las monedas suficientes para un cóctel con frutas del bosque, menta y té helado y nos tumbamos al solete hasta que el peque se despertó.

Satisfechos y sonrientes, le dimos un plátano, unas galletas y un globo y nos fuimos por fin al zoo dónde el universo demostró que siempre te da una de cal y otra de arena. Tuvimos que recorrer dos kilómetros para encontrar la entrada y cuando al fin lo logramos, nos obligaron a dejar el globo en una taquilla, con el consiguiente potencial dramático que cualquiera que tenga enanos entenderá. De puro milagro encontramos en el bolso diez coronas que habían sobrevivido al atracón, le dijimos a Daniel ¡mira, un perrito! Y con agilidad y maestría metimos el globo en la taquilla, la cerramos, y huimos del lugar del crimen antes de que el pequeñajo se diera cuenta de nada. ¡Buf!

Después visitamos todo el zoo que pudimos hasta que allá por los elefantes acabamos agotados, y, puesto que en los chiringuitos del zoo no aceptan tarjetas, el preparar una cena al niño empezó a ser prioritario. Así, salimos por el primer sitio que encontramos y llegamos a casa con la llave de la taquilla todavía en el bolsillo.

Y ahí está. En la mesa de la cocina. Mientras me tomaba el café pensaba que podría hacer con ella. Quizá algo poético, por el 18 cumpleaños de Daniel, “toma, en esta taquilla del zoo de Praga dejamos una cosa hace 16 años como recuerdo de lo bonito que fue ese día en familia. Mira a ver si sigue allí” Lo malo es que si por un milagro llegara a pasar eso, Daniel vería la propaganda del festival de gastronomía impresa en el globo y adivinaría que hicieron realmente sus padres ese día “en familia”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario