lunes, 3 de marzo de 2014

Carnaval

Como inmigrante alemán, uno se pasa parte de su día a día convenciéndose de que el sitio donde vive, pongamos Núremberg, no tiene nada que envidiarle al sitio donde nació, pongamos Valladolid. A veces es fácil. A veces es muuuy fácil, y a veces es un poco más complicado.

Esta mañana salimos de casa dispuestos a cumplir con esa obligación que tienen todos los padres por contrato de arrastrar a su retoño a un evento con carrozas, globos, kilos de maquillaje y caramelos, en este caso, la cabalgata de carnaval. Como buenos inmigrantes y mejores padres, mi media naranja y yo llevábamos sendos elementos decorativos en la cabeza ("¿y no podemos llevarlo en el bolso y ponérnoslo luego?" "no, Martin, no podemos") y el más interesado de la familia, habiendo rechazado el traje de dálmata que él mismo eligió, llevaba puesto el gorro del pijama. Esto supone, ya lo estoy viendo, un pequeño drama el martes, cuando se celebre el carnaval en la guardería, pero ya llegaremos a eso en su momento.

Lo bueno que tiene Núremberg es que ni siquiera en eventos de este tipo la calle se llena hasta ser insoportable. Llegar media hora antes del meollo y apañar una discreta tercera fila es un lujo. (Núremberg 1, Valladolid 0). A la hora prevista comenzaron a pasar las carrozas. Yo me esperaba charangas y gente bailando una versión teutona de la samba, pero no. En su lugar había una especie de monstruos agitando un látigo, un vagón de cerveza y música de après ski austríaco. Bien, me dije. ¿Por qué no? No entiendo nada, pero supongo que estoy ante un evento cultural que no sigue el patrón globalizado. Me parece correcto. No hay necesidad de que haya un bombo en cada cabalgata.

A continuación pasó la carroza de la asociación de herreros, con lo que supongo era el sindicato al completo: cuatro señores de unos sesenta y cinco vestidos con delantal y saludando a la concurrencia. Y yo, que seguía sin entender nada pensé que es estupendo incluir a los más mayores en las fiestas populares. Luego resultó evidente que los sexagenarios estaban muy bien representados en todas las carrozas, incluida la carroza gay. Me costó un poco reconocerla. Un puñado de señores con peluca repartiendo caramelos dista mucho de lo que se entendería por "carroza gay" en las cabalgatas de donde yo vengo.

Para entonces ya estaba concentrada en atrapar caramelos al vuelo con el casco de la bici de mi hijo. Y en este caso quien dice caramelos dice bollos rellenos de mermelada, bolsitas de té, entradas para un cabaret travesti y he oído que en Frankfurt hasta alicates (!). Según avanzaba la cabalgata, se me ocurrió que los regalitos parecían más un soborno para convencer a la gente de que se quedara. Pasó la carroza del partido pirata, los que, hasta el día de hoy me parecían bastante simpaticotes, con cara de estar hasta los huevos del paseíto, pasaron unas niñas vestidas de bar coyote formal, con botas de vaquera y peluca ochentera, pasaron unas señoras metidas en una especie de barquito individual diciendo "ahoi", pasaron muchos gorritos con plumas, y pasaron dos tipos vestidos de monja, que fueron lo más salado de la cabalgata. Y cerró el evento una ambulancia y un coche de policía que mi hijo celebró como si fueran parte del festival. No me sorprende. Y entonces nos volvimos a casa a que Martin recogiera la medalla al mejor padre del mundo después de aguantar una hora con Daniel en los hombros y los caramelos y demás objetos golpeándole en la cara.


Quizá en Valladolid hubiera sido peor, con la macarena a todo trapo, culos postizos de plástico, y marujas dándote codazos, pero (y aquí habla la nostalgia) creo que cuando todo el mundo está borracho este tipo de cosas se disfrutan más.





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