sábado, 14 de marzo de 2015

Autocontrol

Me da mucha envidia la gente a la que todo le quita el hambre. Tiene que ser estupendo eso de que se te cierre el estómago por la ansiedad y el estrés y con dos meses de maternidad vuelvas a entrar en una treinta y ocho. A mí no se me cierra, no. A mí cuando estoy estresada el estómago me pide brezen con mantequilla y leberkäse, ambos, junto con la currywürst, las tres cabezas de Cerbero de la comida Teutona.

Estaba leyendo otra vez uno de esos manuales para embarazadas y cuando habla del primer trimestre dice algo así como que no te preocupes si debido a las náuseas no puedes comer y pierdes peso. ¡JA! –insisto-  ¡JA-JA! Cuando fui a pesarme para ver de qué partimos estaba ya en los sesenta y seis kilos. Ese no es mi peso normal. Eso es fruto de semanas alternando el kebab con las salchichas y fingiendo que tengo una vida social a base de cervezas sin alcohol.

Yo no he sido nunca una de esas madres sacrificadas que se comen la parte fea del filete, pero ahora soy peor. Ahora me como la mitad de los filetes y dejo a mi familia pelear por las sobras. Si mi hijo no anda un poco espabilado, las gominolas y el chocolate desaparecen antes de que tenga oportunidad de acordarse de en qué cajón están. La semana pasada llegué tarde a buscarle porque me paré a comprarme y comerme un brezen de mantequilla y queso que no tenía ninguna intención de compartir.

Ahora que mi madre está en casa no me queda otro remedio que pararme en la panadería a por un sandwich pre-cena antes de volver a casa. Entre que la cocina de mi madre no es para tirar cohetes, y que respeta la costumbre española de cenar a las nueve, cuando llego del trabajo podría comerme a la mascota de los vecinos si se despista por la escalera.

Y por si todo esto no pusiera a prueba mi autocontrol, ¿qué hace el universo? El universo abre un Kebap en la puerta de mi casa. Adornado con globitos y mierdas, como una fulana. Genial. Me rindo. Voy a comerme unas galletas.

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